domingo, 25 de mayo de 2014

105. Antología de minificción venezolana II

Editora invitada: Violeta Rojo


Quietud
   Blanca Strepponi (1952)

   Los habitantes de esta casa sufren largo desconcierto. Don son los momentos claves: el amanecer y el crepúsculo, la hora de las brujas, de la indefinición, la de los colores fluctuantes, la hora en que el horizonte se parte.
   En tanto la casa, también sensible a sutiles conmociones, registra ciertos temblores, es entonces cuando se oyen hasta doce rumores metálicos, algo imprecisos pero audibles.
   Ellos se preguntan el origen de tanto desarreglo. No hay respuesta.
   Y así se sucede el tiempo, puede pasar un año que en algo se corresponde con el doce— o más, pleno de incertezas, de suaves inseguridades paralizantes, de quietos descontentos. Todo para no juzgar ni saber.
   La ignorancia, necesario es reconocerlo: tranquiliza.
Adela tiene el pelo rojo y cree en los espíritus (1982). En: Voces nuevas. Narrativa. Caracas: Celarg, 1982.


A destiempo
   Tomás Onaindia (1953)

   Llevaba tantos días sin hablar con nadie ni oír las noticias que no podía saber que los servicios de limpieza de la ciudad estaban en huelga. Cuando saltó desde la ventana del octavo piso fue a caer sobre una montaña de bolsas de basura. Y ni siquiera tenía las llaves de su apartamento.
En: Círculo Cultural Faroni. Galería de hiperbreves. Barcelona: Tusquets, 2001.


Escena de un spaghetti western (versión chicana)
   Armando José Sequera (1953)

   Los dos pistoleros, el uno de Tijuana y el otro de Laredo, se encontraron en pleno Desierto de Gila, al norte de Tucson. Ninguno creyó que el otro fuera un espejismo, por lo que ambos dispararon sobre lo que para ellos era una repentina y nada agradable aparición.
   Aquella tarde, los zopilotes se cansaron de revolotear sobre el polvo y el silencio, desconcertados por la inmensa soledad.
Escenas de un spaghetti western. Caracas: Ediciones OOX, 1986.


La voluntad de Dios 
   Pedro Rangel Mora (1956)

   El presunto asesino corre con la increíble agilidad que el miedo le otorga. El policía lo sigue impulsado por el goce de la sensación de tortura que encontrará la confesión. El placer siempre vence al miedo.
Del reino del demonio. Caracas: Bid&Co, 2010. 



Colmillos
   Wilfredo Machado (1956)

   Nadie se imagina que los lobos aman a los corderos con su amor desmedido y extraño que sólo puede ser expresado a dentelladas.
Poética del humo. Antología impersonal. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2003






Madamas
   Antonio López Ortega (1957)

   Fuimos a El Callao y no vimos nada. Sólo gente agitada, borracha, semidesnuda, celebrando el Carnaval.
   Nos habían hablado de un fulgor que ya no existe, de un colorido, de una tradición enterrada de la que ni el aire preserva una huella.
   En las arterias centrales, las tiendas de oro estaban cerradas con barrotes.
   La gente se concentraba toda en largas y sudorosas comparsas que avanzaban por algunas calles presididas por un dispositivo de altavoces rodante. Eran serpientes humanas que evolucionaban ciegas bajo una música sórdida, altisonante, repetitiva.
   Nos refugiamos en la Plaza Bolívar: una explanada de concreto, un ensayo cívico, polvoriento y embasurado, por donde habían pasado las hordas minutos antes.
   De golpe, un destello de sol nos las mostraba sentadas en un banco de plaza: aisladas, meticulosas, ya mayores, tres elegantes madamas se entendían en patois bajo el tinte negro y sonriente de sus rostros
Lunar. Caracas: Fundarte, 1997


Asuntos delicados de la selva
   Alberto Barrera Tyzska (1960)

   Un leopardo homosexual puede sufrir mucho. Si decide pintarse los colmillos con las hojas de un rábano, los cachorros lo miran sospechosamente. Si prueba estirarse como una garza, los mayores se burlan con descaro. Si observa durante horas el cuerpo de su amigo (sus músculos tensos, su cabello, su sexo como aceitunas jóvenes), toda la manada lo desprecia.
   Un leopardo homosexual (en general) se mortifica. Está siempre al acecho y (en particular) encuentra amantes debajo de los ríos, abrazos rápidos detrás de las sombras de la madrugada.
   De tanto andar en estas guerras, algunos leopardos homosexuales terminan por creer que ellos son los únicos que sufren.
Edición de lujo. Caracas: Fundarte: 1990.