domingo, 11 de mayo de 2014

104. Minicuentos populares alemanes


Editores invitados: Hermanos Grimm



Los Hermanos Grimm es el nombre usado para referirse a los escritores Jacob Grimm (4 de enero de 1785, Hanau (Hesse, Alemania) - Berlín, 20 de septiembre de 1863) y Wilhelm Grimm (24 de febrero de 1786, Hanau - 16 de diciembre de 1859, Berlín). Fueron dos hermanos alemanes célebres por sus cuentos para niños y también por su Diccionario alemán, las Leyendas alemanas, la Gramática alemana, la Mitología alemana y los Cuentos de la infancia y del hogar (1812-1815), lo que les ha valido ser reconocidos como fundadores de la filología alemana.





El zorro y el gato

   Una vez, un gato se encontró al señor zorro en el bosque y pensando “éste sí que tiene experiencia de todas las cosas del mundo”, se dirigió a él de la manera más amable:
   —¡Buenos días, querido señor zorro! ¿Cómo está usted y cómo le va en estos tiempos tan duros y penosos?
   El zorro, muy orgulloso, miró al gato de pies a cabeza, dudando unos momentos si contestarle o no. Por fin, dijo:
   —¡Oh, infeliz caza-ratas, mísero roba-perros, bigotudo bribón! ¿Cómo te atreves a acercarte a mí? ¿Qué educación has recibido? ¿En cuántas artes eres maestro?
   —Solamente en una —dijo el gato, modestamente.
   —¿Se puede saber en cuál? —preguntó el zorro.
   —Cuando los perros corren tras de mí, trepo por un árbol y así me pongo en salvo.
   —¿Y nada más? —preguntó el zorro—. Yo soy maestro en cien artes y, por añadidura, tengo un saco lleno de artimañas y malicias. Pero me das lástima. Ven conmigo y te enseñaré a escapar de los perros.
   En aquel preciso momento, llegaba un cazador, seguido de su jauría. El gato se subió, trepa que treparás, a un árbol copudo, yendo a parar a la más alta rama, donde quedó enteramente escondido por las hojas.
   —¡Abre tu saco, señor zorro! ¡Abre tu saco! —gritaba el gato al maestro en artes; pero los perros le acorralaban y no tardaron en dar cuenta de él.
   —¡Oh, señor zorro! —exclamó entonces el gato—. Tú con tus cien artes y tu saco lleno de artimañas, has sido cazado, mientras que yo, con una sola sabiduría, estoy a salvo. Con que hubieras podido trepar hasta aquí, no habrías perdido la vida.


Las monedas de estrella

   Había una vez una niñita huérfana de padre y madre; era tan pobre, que no tenía casa, no tenía cama; sólo tenía la ropa que llevaba puesta y un pedazo de pan que le había dado una persona compasiva. Como ya no le quedaba nadie en el mundo, se fue andando por el campo. No se sentía sola, porque sabía que Dios la acompañaba. 
   Un día, encontró un hombre muy pobre que le dijo:
   —Dame un pedazo de pan, por el amor de Dios. Me estoy muriendo de hambre.
   La niña le dio su pan y siguió andando. Luego, encontró un niño que lloraba y decía:
   —Tengo mucho frío en la cabeza… Dame algo para taparme.
   La niña se quitó su gorrito y se lo dio. Más adelante, encontró una niña que no tenía nada que la abrigase, y estaba tiritando; y ella le dio su chaquetita. Y a otra niña que tampoco tenía ropa, le dio su falda. Al fin, llegó a un bosque; era de noche, y se le acercó un niño que le pidió su camisa para abrigarse un poco. La niña pensó: “como es de noche y está tan oscuro, nadie me verá”. Se quitó la camisa y se la dio al niño. Y allí se quedó en el bosque, desnudita. Entonces, empezaron a caer del cielo muchas estrellas y, cuando la niña las recogió del suelo, vio que eran monedas de oro. Y vio también que tenía puesta una camiseta de hilo más fino, en lugar de la camisa rota que había dado el niño pobre. Recogió todas las monedas que habían caído del cielo, y ya fue rica toda su vida.


El labrador y el diablo

   El labrador había terminado de sembrar y volvía ya hacia su casa, porque se estaba haciendo de noche. En esto, vio en medio de su tierra un montón de carbones encendidos. Se acercó muy extrañado, y encontró a un diablillo negro encima de los carbones.
   —¿Estás sentado sobre un tesoro? —le preguntó el labrador.
   —Claro que sí —contestó el diablillo—. Aquí hay un tesoro de oro y plata como no te puedes imaginar.
   —Pues como ese tesoro está en mi tierra, es para mí —dijo el labrador.
   —Será para ti, si me prometes que durante dos años me darás la mitad de lo que se críe en tu campo. Tengo mucho dinero, pero ahora me apetecen los frutos de la tierra.
   —Bueno, como quieras; pero hagamos un trato, para que luego no haya discusiones: tú te quedarás con lo que se críe sobre la tierra, y yo con lo que crezca debajo de ella.
   El diablo pensó que el labrador era bobo, y dijo que le parecía estupendo el trato. El labrador se reía para su capote, porque había sembrado nabos.
   Llegó la época de la cosecha, y el diablo apareció a recoger su parte; pero no encontró en aquel campo más que las hojas amarillas y marchitas. Y el labrador, en cambio se puso a cavar y sacó muchos nabos muy hermosos.
   —Bueno, esta vez me has ganado —dijo el diablo—. Pero, en adelante, no te vas a burlar de mí: me quedaré con lo que crezca debajo de la tierra, y tú con lo de encima.
   —Muy bien, de acuerdo —dijo el labrador.
   Esta vez, el labrador sembró trigo. El trigo maduró, y el labrador fue a su campo y lo segó a ras de suelo. Cuando vino el diablo, no encontró bajo la tierra más que raíces inservibles y, de la rabia que le dio, se tiró de cabeza por un precipicio.
   —Así se engaña a las zorras —dijo el labrador, riéndose. Y se llevó el trigo y el tesoro del diablo.


La gallina y el pollo

   La gallina y el pollo fueron juntos a la avellaneda.
   —Si encuentras un avellana —dijo el pollito—, no te la comas sola, dame la mitad a mí.
   Pero la gallina encontró una avellanita y se la comió sola. Entonces, el fruto se le atascó en la garganta y ella exclamó angustiada:
   —¡Pollito, tráeme un poco de agua, si no me ahogo!
   El pollito fue volando al pozo y le dijo:
   —¡Dame agua para que yo se la dé a mi gallina, que está allá arriba y se va a ahogar!
Y el pozo contestó:
   —Hoy se casa la hija del amo; vete a ver a la novia y me traes la guirnalda.
   El pollito marchó corriendo a casa de la novia y le dijo:
   —¡Dame la guirnalda, para que yo se la dé al pozo, para que el pozo me dé agua, para dársela a mi gallina que está allá arriba, y se va a ahogar!
   Pero la novia dijo:
   —Antes irás a casa del zapatero, y me traerás mis zapatos.
   Cuando el pollito llegó a casa del zapatero, éste le dijo:
   —Primero irás a casa del cerdo y me traerás manteca.
   Y el cerdo le dijo:
   —Primero irás a casa de la vaca y me traerás leche.
   Y la vaca dijo:
   —Primero irás al prado y me traerás hierba.
   Cuando el pollito llegó al prado y le pidió hierba, fue éste bondadoso y le dio muchas flores y hierba, que el pollito dio corriendo a la vaca y obtuvo por ello leche, y por la leche le dio el cerdo manteca, y con ella untó el zapatero su piel, e hizo corriendo los zapatos de la novia, y por los zapatos dio la novia la guirnalda, que el pollito llevó al pozo, y éste brotó inmediatamente su clara agua y llenó el vaso que puso debajo el pollito.
   Con gran prisa, volvió el pollito a la avellaneda; pero, cuando llegó, ya se había ahogado la gallina.


El reyezuelo y el lobo

   El lobo y el oso paseaban por el bosque. De pronto, cantó un pájaro.
   —Hermano oso —preguntó el lobo—, ¿quién es ese hermoso cantor?
   —El rey de los pájaros —contestó el oso.
   —El tal rey tendrá su correspondiente palacio —dijo el lobo.
   Entonces, dirigió una mirada a hurtadillas al nido y exclamó:
   —¡Bah! Si éste es el palacio, es bien triste.
   Indignados, los polluelos le contaron a su padre y éste le declaró la guerra al lobo. El lobo llamó en su auxilio al ejército de los cuadrúpedos, y el otro bando se compuso de todos los pájaros y de los insectos alados.
   El día de la batalla, el rey de los pájaros envió un espía. El cínife voló al bosque, donde estaban reunidos los cuadrúpedos y se ocultó bajo la hoja de un árbol a cuyo pie se hallaba deliberando el Consejo.
   —Compadre —dijo el oso al zorro—, tú eres, sin duda, el más astuto de todos los animales: serás nuestro jefe.
   —Con mucho gusto —contestó—. Ahora bien, es preciso convenir en una señal que os daré. Tengo una cola larga y espesa como un penacho rojo. Mientras permanezca en alto, las cosas van bien y marcháis adelante sin miedo; pero en cuanto la baje al suelo, será la señal de que se salve el que pueda.
   Al punto, el cínife fue a contárselo todo a su jefe.
   Al rayar la aurora, recorrían los cuadrúpedos el campo de batalla, galopando de tal manera, que la tierra temblaba bajo sus pies. El rey de los pájaros apareció en los aires con su ejército, que zumbaba, gritaba y volaba por todas partes de un modo que causaba vértigo. Mientras se atacaban con furor, el reyezuelo envió a la avispa con la orden de colocarse bajo la cola del zorro y picarle con todas sus fuerzas. El zorro dio un salto al primer aguijonazo, conservando la cola en el aire; al segundo, la bajó un instante; pero, al tercero, la apretó entre las piernas, dando agudos gritos y echando a correr.
   Al ver esto, los cuadrúpedos comenzaron a huir, y así ganaron la batalla los alados y el lobo se vio obligado a pedir perdón delante del nido del rey de los pájaros.


Los regalos de los duendes

   Un sastre y un platero caminaban juntos por el mundo. Una tarde oyeron una música a lo lejos. Se animaron y caminaron más deprisa. Llegaron a un montecillo en el momento en que salí a la luna y vieron allí a muchos hombrecitos y mujercitas que bailaban en corro. En el centro había un viejecito con un traje de colorines y una barba larguísima y blanca. El viejo los llamó para que se sentaran a su lado. De pronto, sacó un cuchillo enorme, empezó a afilarlo y miró a los caminantes que se quedaron muertos de miedo. Sin mediar palabra, les cortó de un tajo el pelo y la barba. Luego, el viejo les enseñó unos montones de carbón que había a su lado y, por señas, les indicó que se metieran carbón en los bolsillos. Los caminantes no sabían para qué iba a servirles, pero no quisieron desairar al viejo y se llenaron los bolsillos. Más tarde se marcharon a buscar alguna casa donde pasar la noche.
   Encontraron una posada y se echaron a dormir sin desnudarse, porque estaban cansadísimos. Por la mañana, al sentir que el traje les pesaba mucho, se metieron las manos en los bolsillos y se quedaron de una pieza: ya no tenían carbón, sino grandes pedazos de oro. Además, les había vuelto a salir el pelo y la barba.
   El platero, como era muy ansioso, le dijo al sastre que se quedaran allí y volvieran por la noche a la colina. A lo que el sastre replicó: “Yo me contento con lo que tengo; ahora pondré un buen taller, me casaré con mi novia y seré muy feliz”. Pero el platero insistió: cogió un par de sacos y, cuando se puso el sol, fue en busca de los duendes.
   El viejecito le volvió a cortar el pelo y la barba, y le indicó que cogiera carbón. El platero se llenó los bolsillos y cargó los sacos hasta el borde. Luego regresó a la posada, y se echó a dormir. En cuanto se despertó, metió las manos en los bolsillos. ¡Qué disgusto se llevó!: sus bolsillos y los sacos estaban llenos de carbón. Y lo peor fue que también se había vuelto carbón el oro de la mañana anterior. Estaba tan desesperado que quiso tirarse de los pelos, pero el pelo no le había crecido: estaba rapado y sin barba. El sastre se despertó al oírle llorar y, como era muy bueno, le dijo:
   —Hemos ido juntos por el mundo hasta ahora; quédate conmigo y nos repartimos mis riquezas.
   El sastre cumplió aquella promesa, y el platero ambicioso tuvo que llevar toda la vida una gorra porque el pelo no le volvió a crecer.


El zorro y el caballo

   Un campesino tenía un caballo fiel, pero se había vuelto viejo y ya no podía trabajar. Su amo, al fin le dijo:
   —Ya no puedo utilizarte; si me demostraras que tienes fuerza suficiente para traer un león hasta nuestra casa, te mantendría hasta el fin de tus días. Pero, ahora, vete de mi establo.
   Le abrió la puerta y lo dejó en medio del campo. El pobre caballo estaba muy triste, y buscó cobijo en el bosque. Pasó por ahí un zorro que le dijo:
   —¿Por qué bajas la cabeza y vagas solitario por el bosque?
   —¡Ay de mí! —contestó el caballo—. La avaricia y la honradez no pueden vivir juntas. Mi amo se olvida de todos los servicios que le he prestado durante largos años, y como ya no puedo trabajar, me ha echado de su establo.
   —¿Sin ninguna consideración? —preguntó el zorro.
   —Me ha dicho que si yo tuviese fuerza para llevarle un león, me guardaría y me mantendría; pero bien sabe él que esta hazaña no la puedo hacer.
   —Te quiero ayudar —dijo el zorro—. Échate aquí y estira las patas como si estuvieras muerto.
   Así lo hizo el caballo, y el zorro se fue en busca del león, y le contó:
   —En el bosque hay un caballo muerto. Ven conmigo y verás qué rico bocado.
   El León le siguió y, cuando hubieron encontrado el caballo, el zorro le dijo:
   —Te diré lo que tienes que hacer: te ataré al caballo y así podrás llevártelo a tu guarida y comértelo a tu placer.
   El plan agradó al león que se colocó muy quieto cerca del caballo. Ató el zorro las cuatro patas del león con la cola del caballo, tan juntas y tan apretadas, y con unos nudos tan fuertes, que a la fiera le era imposible moverse. Cuando acabó su trabajo, dio una palmada en el lomo del caballo y dijo:
   —¡Vamos, amiguito! ¡Adelante!
   Entonces el caballo se alzó y echó a correr, arrastrando al león tras de sí. El león rugía tan fuerte que los pájaros del bosque se aterrorizaron y echaron a volar. Pero el caballo no se detuvo hasta estar ante la puerta de su amo. Y cuando éste le vio llegar con el león prisionero, se entusiasmó y le dijo:
   —Ahora te quedarás conmigo por todos los días de tu vida.
   Y le alimentó, hasta que el caballo murió.