Al
principio era el verbo, de manera que hubo poesía. Luego hubo papel y hubo
tiempo, de manera que grandes sagas fueron propicias para un mundo mitad
desconocido, mitad inventado. Más tarde hubo imprenta, y hubo paciencia; ya
casi todo estaba descubierto, de manera que hubo novela, saga del espíritu.
Pero todo empezó a agotarse —el tiempo, el papel, la paciencia—, de manera que
hubo cuentos, cada vez más cortos. Antes del final, sólo quedará el verbo y tal
vez, de nuevo, la poesía.
María Eugenia Rojas A.: ¿Tu vida infantil o juvenil determinó tu predilección por la literatura y el deseo de narrar?
Hubo un profesor —León Vallejo— a quien le dolían, delante de
sus estudiantes, las cosas del lenguaje y de la literatura. A partir de ahí, yo
elegí que eso también me doliera a mí, para lo cual, empecé a trabajar, en la
medida de mis posibilidades y de mis perezas. He hecho una investigación a lo
largo de muchos años. Como no digo que es una investigación, los entrevistados
responden honesta y auténticamente. He aplicado la prueba, una y otra vez. No
voy detrás del conjunto —la humanidad— para obtener confirmación, como si
existiera la inducción, sino que me satisfacen las respuestas. Mi pregunta es:
¿cómo eligió usted su asunto? Y siempre la respuesta involucra a otro. Nadie
dice que la aparición, ante sus ojos, del teorema de Pitágoras (o de la Muralla
china, o de los alquenos, o del río de Heráclito, o de las doce cervicales) le
transformó la existencia. Podrían haber sido asuntos como esos, sí, pero presentados por alguien a quien le dolían.
MER: ¿Cómo te vinculas con el minicuento?
A través de Harold Kremer. Cuando, siendo estudiantes, nos
propusimos hacer una revista, fue él quien sugirió esa veta para trabajar. Desde
ese momento, yo no sólo buscaba textos que deliberadamente hubieran sido
escritos de manera breve, sino que entresacaba relatos breves de obras más estiradas
(novelas, cuentos, entrevistas). ¿Acaso el límite de un texto está determinado
por la formalidad de un cierre? (lo verifican las segundas partes —Quijote—, las ampliaciones —La mujer justa—). Cuando hago un subrayado
en un libro, ¿no estoy entresacando un texto breve que, para mí, tiene cierta
unidad? (tanto que a veces los usamos de epígrafes). Y, para que el asunto no
muera en un artificio delirante, basta con ponerlo ante el otro. La antología Cuentos breves y extraordinarios, de
Borges y Bioy (años 50) está constituida, en gran medida, por fragmentos. Igual
hicieron Edmundo Valadés en los años 70 (El
libro de la imaginación) y, para comenzar el siglo, Brasca & Chitarroni
(Antología del cuento breve y oculto, que ya lleva la trampa en el título). Delimitar el minicuento no
coincide necesariamente con los textos de hecho escritos. Así mismo, hay que
desagregar el H2O del agua salida del manantial, que está mezclada
con decenas de otros minerales. Abultadas obras de la literatura mundial están hechas
sobre la base de pequeños textos a los que se les propone cierta unidad: Las mil y una noches, El conde Lucanor, Decamerón…
MER: ¿Cuál consideras que es el mejor que has escrito?
Me estás pidiendo una selfi y yo no uso celular. La
lógica-selfi se ha diseminado en la vida cotidiana. Por ejemplo, leí una
dedicatoria en un trabajo de grado que rezaba así: “Me dedico esta tesis a mí mismo”.
La exageración freudiana de la pulsión como unos labios besándose a sí mismos,
es hoy una realidad fáctica. Y como no me quiero caer al precipicio por tomarme
una foto al pie del barranco, más bien te podría citar tres minicuentos que acabamos
de seleccionar para armar una entrega de nuestro blog: 1.– Despedida: «El arco dice bajito a la flecha, al despedirla: tu
libertad es mía» (Rabindranath Tagore); 2.– El
arquero y el águila: «Un águila, mortalmente herida por un arquero, sintió
un gran alivio al descubrir que la pluma que llevaba la flecha era una pluma
suya. “De veras, habría sido muy desagradable —se dijo— pensar que había otra
águila metida en esto”» (Ambrose Bierce). 3.– La flecha: «La flecha lanzada está en reposo. Durante su trayecto, siempre
estará en determinada posición, instante en el que no tiene tiempo para moverse;
igual en el siguiente instante, y en el siguiente…» (Zenón de Elea).
MER: Y entonces, para ti, ¿qué determina un buen relato?
Si se trata de lo que considero
un buen relato, hay una respuesta rápida: es bueno si me gusta o si salió en Ekuóreo. A uno le gusta un relato por
razones que en gran medida le son desconocidas: ¿qué tanto tienen que ver el
autor, el amigo que nos regaló el libro, la edad que teníamos al leerlo, la
persona que nos lo recomendó, la distancia cultural o histórica con el documento?
¿Cómo saber de las resonancias del texto con nuestro estado de exánimo, con la
densidad de nuestro corazón? (Todas estas posibles razones, anotarlas también
para decidir por qué no nos gusta un relato). Ahora bien, si la pregunta es lo
que determina —como dices— un buen
relato, pues ya nos ponemos serios, deterministas. Y entonces habría que
especificar la teoría desde la que hablamos. En general, yo diría que un texto
no puede decir ni más ni menos de lo que su propio proyecto escritural va
constituyendo. Por eso podemos hacer un minicuento quitando ciertos remanentes
de un relato extenso, o por eso puede Cortázar agregarle al sueño de la
mariposa unos detalles y obtener La noche
bocarriba. Sin embargo, cada proyecto escritural es de época también. Es
muy difícil tu pregunta… me haces pensar en la música: ¿qué determina una buena
pieza? Siempre he gozado de las canciones de Celina y Reutilio que tienen, no
obstante, una estructura musical elemental. Y si bien he aprendido a disfrutar
de música más compleja, cuando suena “¡Que viva Changó!”, no puedo dejar de
agradecer la existencia.
MER: Háblame de aquellos maestros que influenciaron tu escritura
Mi profesor de geografía en tercero de bachillerato. No sé si
fue por iniciativa suya, pero nuestro grupo de estudio trabajaba ingentemente en
hacer resúmenes. Como en una matrioshka (o como en cierto cuento de Papini),
hacíamos resúmenes de resúmenes de resúmenes… Después de hacer esto
recurrentemente, ya no había necesidad de chancuquiar. Creo —ahora que me lo
preguntas— que fue mi maestro de relatos breves. Después vino un maestro de
español y literatura que escribía en el tablero ideas cortas para ser discutidas
por escrito. No era infrecuente que alguno de los comentarios pasara luego al
tablero y fuera objeto de la misma operación. En acto, el profe nos metió en la lógica del campo —como diría
Bourdieu—. Nos hacía exámenes con libros; si uno no llevaba libros al examen,
lo perdía. El resultado era un ensayo que debía tener bibliografía, notas de
pie de página. Yo tenía 14 años. De esa época es nuestro —un grupo de cuatro—
primer “libro”: una antología de cuento colombiano (encuadernada por mi abuelo),
comentada con base en la teoría del narrador que habíamos visto en clase. Desde
entonces no dejo de escribir. Ahora bien, no sé si me preguntas por maestros en
el sentido de escritores. En ese caso, la respuesta es más embarazosa, pues poner
a un escritor en relación de “influencia” con lo que yo hago sería ofenderlo. Me
picó la teoría que nos vendieron de la mejor manera algunos profesores; me picó
el psicoanálisis como efecto de una extensa experiencia subjetiva; me picó la
literatura porque le devuelve una pregunta a la realidad. Esas experiencias no
están ausentes de lo que escribo, pero ¿cómo? Finalmente, hay un “maestro” que me
autorizó a estudiar lo que quisiera, pese al reparo familiar ante la idea de inscribirme
en literatura: ¿por qué no la tomas más bien como hobby?
MER: ¿Como te relacionas con Harold Kremer?
Mi versión ha sido desmentida públicamente por Harold, pero
yo continúo sosteniéndola, a la manera de El
impostor inverosímil Tom Castro, de Borges: uno ya no sabe si ocurrió o si
está siendo fiel a un enunciado que oyó y que confunde con la realidad. Un recuerdo encubridor, decía bellamente
Freud. El caso es que, por interpuesta persona, conocí a Harold en la
Universidad Santiago de Cali, cuando quedaba frente al Teatro Municipal. Me entregó
un cuento y me pidió un concepto. Al otro día, le devolví un par de hojas (escritas
en un extraño papel anaranjado… testimonio de la fidelidad de mi relato) en las
que desembuchaba mis pininos teóricos. Él se molestó, pues no quería teoría
literaria, sino una reacción de lector: el narrador ¿es convincente?, ¿quedaría
mejor si habla en pasado?, el final ¿es contundente? Teoría aplicada, digamos,
y no retórica. Esa discusión no ha terminado, 40 años después. Siendo jóvenes, vimos
películas “en continuo” —como se decía en la época—, oímos salsa, escuchamos el
concierto Nº 1 para piano de Tchaikovsky y la Rhapsodia en Blue de Gershwin y
leímos a Lovecraft. Luego, de viejos, seguimos oyendo salsa y hablamos de los libros
que hemos leído y hemos hecho ya cinco antologías publicadas (más dos inéditas).
MER: ¿Cuál es tu versión sobre la creación de Ekuóreo?
Así comienza un refrán: si
de joven no eres de izquierda, no tienes corazón… (Churchill, matizado por
Brandt). En la universidad, éramos de izquierda. Una izquierda atravesada por
una vida cultural intensa. Por eso, los comunicados (“chapolas”, era su nombre)
que los grupos de izquierda hacían circular en la universidad se nos antojaban
apocados: pobre diagramación, repetición de ideas, lenguaje exiguo, cero
imaginación. ¿Podíamos prestar nuestras manos para que siguieran circulando?,
¿leerlos sin que nuestra vocación literaria suspirara? Así fue como inventamos
una chapola que, por sus formas —no
por sus quejas—, objetara el conjunto de las chapolas. Diagramamos una hoja por
ambas caras, como buena chapola, pero, a la hora de poblarla, sólo le cabían
minicuentos, rechazaba otro tipo de documento. Nació, entonces “Ekuóreo, revista de minicuentos”. A
partir de ahí, quedé —como dice una de tus preguntas anteriores— vinculado con el minicuento, como quien
recibe los remos del barquero y queda condenado a reemplazarlo hasta que otro
no se los reciba.
MER: ¿Por qué te apasiona el minicuento?
Como dice la escritora rusa Lilí Brik, uno no se pega un tiro porque es más fuerte que las contradicciones que
le desgarran o porque no tiene ni idea de lo que es una contradicción. Me
apasiona la respuesta que algunas personas son capaces de dar a esas
contradicciones: con sonidos, con la palabra, con el color… pero también con la
inteligibilidad. Aunque uno no logre estar a la altura, cree vislumbrar que ciertas
personas sí. Muchos minicuentos —cada vez más— se exhalan desde la posición de no
tener ni idea de lo que es una contradicción. Otros, en cambio, me parece que
están a la altura de la indigencia humana, y por eso me apasionan. Por ejemplo,
éste de Borges… te lo digo de memoria, pero espero que quede después en la transcripción
de la entrevista:
Inferno, I, 32
Desde
el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche, un leopardo, en los años
finales del siglo XII, veía unas tablas de madera, unos barrotes verticales de
hierro, hombres y mujeres cambiantes, un paredón y tal vez una canaleta de
piedra con hojas secas. No sabía, no podía saber, que anhelaba amor y crueldad
y el caliente placer de despedazar y el viento con olor a venado, pero algo en
él se ahogaba y se rebelaba y Dios le habló en un sueño: Vives y morirás en
esta prisión, para que un hombre que yo sé te mire un número determinado de
veces y no te olvide y ponga tu figura y tu símbolo en un poema, que tiene su
preciso lugar en la trama del universo. Padeces cautiverio, pero habrás dado
una palabra al poema. Dios, en el sueño, iluminó la rudeza del animal y éste
comprendió las razones y aceptó ese destino, pero sólo hubo en él, cuando
despertó, una oscura resignación, una valerosa ignorancia, porque la máquina
del mundo es harto compleja para la simplicidad de una fiera.
Años
después, Dante se moría en Ravena, tan injustificado y tan solo como cualquier
otro hombre. En un sueño, Dios le declaró el secreto propósito de su vida y de
su labor; Dante, maravillado, supo al fin quién era y qué era y bendijo sus
amarguras. La tradición refiere que, al despertar, sintió que había recibido y
perdido una cosa infinita, algo que no podría recuperar, ni vislumbrar
siquiera, porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de
los hombres.
MER: ¿Crees que el conocimiento de teorías o las técnicas de escritura han sido necesarias en tu producción literaria?
Zuleta decía —aludiendo a Leonardo da Vinci— que aprender lo imitable
daba lugar a situar lo inimitable. Me gusta mucho esa idea, pues el acto
creativo se da en la escena del otro. Hay una discontinuidad, pues no hay técnica
o teoría que expliquen el acto creativo. Pero el creador echa mano —de alguna
extraña manera— de algo que está en el otro. No puedo decir en qué medida
(positiva o negativa, para decirlo toscamente) la manera como compone un escritor
tendrá o no un eco en mis futuras palabras. Así mismo las teorías. En cualquier
caso, no se trata de una relación causal. No creo que haya escritores, de esos
que te hacen sentir dolor de humanidad (como Márai), que provengan de una
teoría o de una técnica. Otros, que “tienen oficio”, sí pueden seguir una fórmula.
Y hay clientes para eso: se llama el gran público. De un autor que nos encantaba
en la juventud, Borges dijo —con su fina ironía— que era un escritor de palabras.
MER: ¿Y los viajes o vivir en otras ciudades por fuera de tu ciudad natal han influenciado tu escritura?
En un poema de Cavafis alguien dice que se marchará a una ciudad mucho más bella de lo que ésta
pudo ser o anhelar. Y otra voz le contesta: al arruinar tu vida entera en este sitio, la has malogrado en cualquier
parte de este mundo. Eso me recuerda una fábula: conminado por su dueño a
salir de la jaula y ser libre, el pájaro responde que no quiere estar preso en
el mundo y prefiere el único hogar que conoce; como de todas maneras su
carcelero está obligado a soltarlo, el ave le pide que, entonces, le quite el
fondo a la jaula; saca las patas por debajo y se aleja, sosteniendo su prisión con
sus alas desplegadas. Kant, que nunca salió de Königsberg, hizo una filosofía conocida
en todo el mundo. En cambio —esto es un chisme—, un director de un grupo de
teatro caleño, enviado por su opulenta familia al viejo mundo, se devolvió
antes de tiempo “porque en Europa no hay mucho que hacer”.
MER: ¿Como se da tu relación con el ensayo?
Me va mal con las revistas indexadas. Muchos de los artículos
de esas publicaciones son neutros, no dicen mucho y rubrican con estadísticas
las ideas más tontas. Es esperable, pues son sólo para el consumo incestuoso
escolar. Nadie piensa así —espero— pero sí puntúa escribiendo así. Yo escribo bastante,
con la intención de entender, y cada vez me rechazan más artículos. No sé si
esos textos que hago son “ensayos” o no, pero me satisface hacerlo. Mi problema
es que escribo desde antes de poder delimitar un “Resultado de investigación”, de
una “Reflexión”, de una “Revisión”; cuando la diferencia entre ‘cualitativo’ y ‘cuantitativo’
no era una oposición, pues estaban en niveles de análisis distintos. Tengo un par
de refugios: Tardes amarillas, una
página web argentina, y un par de blogs de los que soy parte.
MER: ¿Tus estudios y trabajo psicoanalítico marcan tu producción literaria?
Conozco un libro de relatos cortos “perpetrado” —como decía
Borges de sus poemas— con pormenores tomados del consultorio. Eso evidencia la
posición de ese psicólogo: no está ahí para exacerbar la singularidad del
sujeto, sino para obtener historias destinadas a sus relatos. ¡Debería pagarles
a sus pacientes! ¡Ellos lo están educando! La novedosa escucha que Freud introdujo,
con el fin de hacer existir la dimensión subjetiva, no apunta a las anécdotas
(aunque pase por ellas). Él la llamaba atención
flotante: no te puedes distraer con el significado, pues se te escapa lo
importante. Ha pasado más de un siglo y no nos enteramos: ¡no es un diálogo!,
¡no es intersubjetividad!, ¡no es comprensión! De tal manera, por estar
escuchando la historia que después se va a robar, el psicólogo de marras se
pierde de las marcas significantes que no apuntan al significado. Los
historiales de Freud no son anécdotas, son estudios de casuística
psicoanalítica. Entre la “novela familiar del neurótico” y el historial hay un
esfuerzo de reducción. Cuando estuve leyendo a Mishima, llegué a la novela Música. ¡Cuánta ingenuidad para entender
los asuntos de una consulta en el campo anímico! (en cambio, cuánta comprensión
del alma en ciertos escritores: tanto Freud como Lacan decían que los
escritores se les habían adelantado). La
primera sesión, documental de Gerard Miller, trae a cuento la experiencia
de muchas personas en Francia con el psicoanálisis. Lo recuerdo a propósito de
los escritores: he oído a algunos que dicen evitar un psicoanálisis porque les
“quitarían sus fantasmas” y entonces ya no escribirían. No sabe uno si están creyendo
demasiado en lo que hacen o si se están defendiendo de un análisis… o ambas
cosas. En el documental hay varias declaraciones de escritores que, tras un psicoanálisis,
no sólo no vieron menoscabada la “fuente” de sus obras, sino que dejaron caer
algunos de los escollos que se erigían a la hora de escribir. Hay autores que,
no importa lo que toquen, siempre hablan de lo mismo y de la misma manera (como
cierto “realismo sucio” que anda por ahí). Y también hay escritores que son
capaces de dejarse trabajar por la palabra.
MER: ¿Y tu profesión de docente?
No sé si la profesión docente más bien me distanció de la
escritura literaria. ¡No podemos tenerlo todo! Igual, me gusta ser profesor y
trabajar intensamente, pero no en la “preparación de clase”, sino en la
preparación para estar a la altura de ese escenario. He escrito un par de
relatos sobre el tema educativo, pero no creo que hubieran requerido ser
maestro. También he escrito sobre el diluvio y nunca he llovido.
MER: ¿Y la militancia política en tu juventud?
¡Qué importante fue haber tenido esa militancia! Como he
comentado, era una época de intensa actividad cultural. Había que leer mucho.
Los autores de los que nos servíamos para pensar una vida social más digna no
sólo habían propuesto la “toma del poder”, sino que también estaban interesados
en comprender la especificidad humana. Pienso que me vacuné del panfleto desde el
comienzo. No estábamos en una tendencia que autorizara o prohibiera ciertos
textos. Estudiamos interrogándonos, no sólo interrogando al otro. Como teníamos
una propuesta, no éramos el corifeo del gobierno con signo negativo. No éramos
antigobiernistas, sino pro-socialistas. No digo que sea el único camino, pero
fue parte del nuestro. Hoy, en la universidad, veo a una juventud que no cabe
en el cuerpo —igual nos pasó— pero que conduce esa desazón de una manera menos
documentada, más visceral, digamos.
MER: ¿Te consideras comprometido con este momento histórico en tu país?
Por supuesto. De un lado, hacer psicoanálisis es quitarle
esclavos al amo, al decir de Freud, pero
uno por uno. Curiosa idea: luchar contra el amo (del color que sea), pero a
escala individual. Esto es absolutamente consistente con la manera como se
produce el ser-hablante (de lo contrario, las sesiones podrían ser colectivas).
Para Freud, el psicoanálisis era revolucionario; para Lacan, en cambio, es
subversivo, no revolucionario (una ‘revolución’ es una vuelta para llegar al
mismo punto). Y, de otro lado, pretendo una docencia —vaya uno a saber si lo
logro— que incida sobre el régimen de satisfacción de los estudiantes,
haciéndolo pasar por el saber. Tú que eres maestra sabes muy bien de la
situación actual: indiferencia por el saber, agresión, falta de límites,
concentración total en el celular. Ahora los inteligentes son los Smartphone.
MER: ¿Cómo es tu rutina de escritura?
No tengo rutina. Escribo por necesidad. Con frecuencia también
escribo por burocracia: informes de actividades, conceptos sobre tesis, elaboración
de documentos para asuntos diversos de la universidad… pero eso no cuenta. Escribo
porque quiero, porque lo necesito; lo cual no está exento de problemas. Uno de
los principales es la pereza y la procrastinación. Podría verse una
contradicción entre decir que se necesita escribir y aducir esos problemas. En
mi caso, escribir es luchar contra los problemas. Tratar de estar a la altura.
Que otros ya lo hayan inventado, que otros lo logren… es problema de ellos. Si no,
después de leer a Homero, a Durrell, a Broch, a Márai, a Borges… uno no
escribiría.
MER: Cuando escribes o cuando dictas una conferencia ¿buscas un receptor particular?
Acabo de escribir sobre eso. Resulta que el Menón de Platón empieza con una pregunta
del icfes: «Me puedes decir,
Sócrates: ¿es enseñable la virtud?, ¿o no es enseñable, sino que sólo se
alcanza con la práctica?, ¿o ni se alcanza con la práctica ni puede aprenderse,
sino que se da en los hombres naturalmente o de algún otro modo?». Entonces, me
puse a pensar en la posición asumida y la posición asignada y encontré (no
quiere decir que no esté ya inventado) que hay un enunciador de cuya inefable y
estúpida existencia —como dice Lacan— nada sabemos, un
enunciador-supuesto-por-el-enunciador, un enunciador-supuesto-por-el-coenunciador
y un enunciador-producido-por-el-texto. Igual operación en el otro extremo. Ese
movimiento y la relación entre tales instancias obligan a proponer que los
sujetos están en formación y que el lazo social está en construcción (pues el
realizativo es objeto de iguales suposiciones y de las pretensiones
concomitantes). En pocas palabras: tu pregunta es muy difícil. Ni siquiera
cuando uno le hace un poema al objeto de su amor podemos saber quién lo
escribe, ni a quién se lo dirige. ¡Si uno diera lo que tiene!... pero ni sabe
qué tiene, ni sabe lo que realmente da. Cuando escribo o cuando dicto una
conferencia, me encantaría producir un cómplice.
MER: ¿Qué elementos tienes en cuenta al elegir microrrelatos para tus antologías?
Las siete antologías que hemos hecho ha sido en combo: con
Harold y, ahora, también con Henry Ficher, con quien urdimos el blog de Ekuóreo (https://e-kuoreo.blogspot.com/).
Eso tiene la ventaja de equivocarse colectivamente. Hay un filtro: si un texto no
nos gusta a todos, no se incluye (aunque se puede hacer campaña). Claro que no
podemos hacer de lado las afinidades, después de haber trabajado tanto tiempo
juntos. Cualquier criterio que esgrimamos, con seguridad será desmentido por al
menos uno de los textos elegidos. De todas maneras, tratamos de no incluir chistes,
ni textos que digan más de lo necesario o que pretendan adoctrinar; nos gustan
los que desverosimilizan la realidad (más que hacer verosímil el relato), que juegan
con los signos y que tienen mendó (Buscando
guayaba, Rubén Blades). Pero ¿cuál minicuento cumple con todo eso? De
pronto escogemos separadamente por cada criterio; y los que más se salvan son
los que incorporan varios. Mejor dicho: que digan los lectores.
MER: ¿Qué te deja la experiencia de Ekuóreo?
Mucho… pero te quiero contar sólo una
anécdota: en 1996 me llamó desde Washington Carlos Paldao, el editor de la
Revista interamericana de bibliografía [RIB] de la OEA. La entrega sobre el
microrrelato que estaba preparando no podía salir sin una mención a Ekuóreo, luego de que Edmundo Valadés hubiera
declarado que nosotros habíamos hecho la primera revista especializada en
minicuentos. Hicimos copias de los 30 números de la primera época de la revista
y las mandamos junto con un ejemplar de nuestra Antología del cuento corto colombiano, publicada por la Universidad
del Valle, en 1994. El número especial de la RIB salió en el Vol. XLVI, Nº 1-4
de 1996. En la página 4 dice: «Razones de tiempo y espacio nos impidieron
incluir la indexación bibliográfica de la casi utópica “revista” colombiana Ekuóreo que, al cierre de esta edición,
re-descubrió para la RIB el entusiasmo de Francisca Noguerol y de la que
generosamente sus editores nos hicieron llegar un juego completo». Harold
comentó: si hubiéramos sabido que íbamos a ser famosos, habríamos hecho la
revista más bonita.
MER: ¿Cómo recibes los premios obtenidos por tu producción literaria?
Me gustó que me hubieran premiado. Algo tiene que ver con lo
escrito, a juicio del jurado, pero no es el tribunal de la literatura. El Nobel
lo puede recibir Bob Dylan y no Borges… y no tengo nada contra la “nueva
expresión poética en la canción americana”. Incluso el haber recibido el primer
premio me animó a desempolvar textos que vivían a máquina. El segundo tuvo para
mí, además, la satisfacción inmensa de que en el jurado estaba un profesor al
que siempre quise mucho: Fernando Cruz Kronfly.
MER: ¿Qué buscaste al escribir: “Oficios de Noé”?
Exacerbar. Me gustan mucho ciertos textos que llevan algo encantador
hasta el extremo. Pienso en las novelas La
invención de Morel y Plan de evasión,
de Bioy Casares. Cuando le di a leer a Pablo Montoya una serie de minicuentos,
él me señaló que valdría la pena sacarle más jugo a los pocos cuentos que ahí había
sobre Noé y el diluvio. Me puse en ello durante dos años, pero no sentado
tratando de llenar páginas, sino pensando en eso. Sólo me sentaba para escribir
una idea que me presionaba. Las ideas no surgían frente a la “página en blanco”,
sino en las extrañas decantaciones que tienen en uno las palabras, la
interacción, los recuerdos, las lecturas. Algunas ideas parecen interesantes,
pero se resisten a ser escritas. También escribía cuando una frase insistía; en
ese caso, la pregunta era: qué idea adosarle. Algunos cuentos son fluviales,
otros son lacustres. Unos le gustan a uno, pero a nadie más; en otros no invertí
grandes afectos y, sin embargo, les gustan a los lectores. Algunos terminan
como uno quisiera, otros como la escritura los fue orientando. Alguna vez
alguien me preguntó si era cierto lo que yo decía en un cuento sobre el
ajedrez, tal vez porque está escrito como una historia real. Ese momento me
hizo momentáneamente feliz, pues es el lugar donde quiero escribir: entre
ensayo y ficción. Es algo que marca varios cuentos de Oficios de Noé. Me encanta la idea de interpolar una ficción a la
realidad. Alguna vez lo hicimos. Esto incorpora más elementos de los que Wagner
convocaba para su soñada obra de arte
total. En un ensayo sobre el mambo, nos inventamos —con sólidos argumentos—
a Kium Zem, el hombre que gritaba “¡Uhh!” en las obras de Pérez Prado. Expusimos
el trabajo en un congreso y lo hicimos público en dos transmisiones radiales
internacionales. Para abreviar, mi alegría llegó al top cuando, años después,
en una fiesta, alguien le aclaró a los participantes que quien gritaba en ese mambo
que estaba sonando no era Pérez Prado, sino un chino que…
MER: Tu libro: “Convicciones y otras debilidades mentales”, se alimenta de tu experiencia literaria y filosófica. ¿Estás satisfecho con él?
Ese libro ganó un concurso, de manera que habría que
preguntarle al jurado, entre otras porque acababa de ser rechazado por una
editorial. ¡Por fortuna! Raúl Brasca me dio sabias orientaciones sobre algunos
de los cuentos; después usé su concepto personal para la contracarátula (me
queda la satisfacción de que no era lisonjero con el público, pues él no sabía
que yo —abusivamente— lo haría público). El otro concurso que gané tiene una
eventualidad similar: había enviado el libro a un concurso en Bogotá y no quedó
ni de último. Luego lo envié al Concurso Nacional de Cuento de la UIS y ahí
quedó de primero (premio compartido). Con juicios tan distantes, pienso que es
mejor hacerme a un lado y no generar más polarización en este país de la post-verdad
uribista.
MER: ¿Cuáles son tus obsesiones literarias actuales?
La literatura crece en proporción geométrica, pero nuestra
capacidad de lectura decrece en proporción aritmética. Por eso, mi obsesión
literaria actual es leer despacio buena
literatura. Tenemos un grupo de lectura sui
generis: hemos vuelto a leer Ilíada,
Odisea, Eneida, Quijote. En este
momento llevamos un año y apenas vamos por el capítulo XXXV del ingenioso
hidalgo. Tengo un libro de minicuentos terminado y espero vérmelas con la
dificultad propia de un proyecto novelesco.
MER: ¿Qué le aconsejarías a los jóvenes que comienzan a incursionar en la escritura?
Que no sigan consejos, salvo éste de no seguir consejos.
MER: Bueno y algo que me ronda: ¿Cómo viviste los años 70 en Cali?
Esos fueron los mejores años de mi vida. Y los 80 también
fueron los mejores años de mi vida. Y los actuales también son los mejores años
de mi vida. Je ne regrette rien, cantaba nuestra Piaf.