domingo, 7 de julio de 2013

82. Magos III


Relámpago irisado
   Guillermo Velásquez F.

   Al entrar en contacto con el esplendor de la miseria que ardía en el crisol vacío y triste de su mano, la morrocota de oro se convirtió en un colibrí.
   Él sintió el fino y sedoso plumaje entre las líneas de su destino, pero no soportó la ternura del milagro y arrojó la manotada de ilusión al abismo del cielo; y, como un relámpago irisado, el pajarillo extendió la belleza de sus alas invisibles y emprendió el vuelo.
   —Eso me pasa por pedirle limosna a un mago —rezongó.


Doble oficio
   Umberto Senegal

   En este circo pobre, si el payaso no fuera también mago, no haría reír a nadie.



Merlin y Morgana


Ramiro, el mago
   Johann Rodríguez Bravo

   “Un equipo de magia”, eso fue lo que dijo Ramiro cuando le pregunté por su regalo. “Con una varita y un sombrero”, remató antes de salir corriendo a la calle a patear la pelota. La tarde del cumpleaños fue una batalla campal: niños corrían por todas partes como murciélagos encandilados. En la noche, Ramiro destapó los regalos y casi cae desmayado cuando abrió el mío. De la caja, sacó un juego de cartas españolas, un tarro con monedas falsas, tres pañuelos de colores y, entre otras cosas, un sombrero negro que se colocó en la cabeza. Se paró sobre la cama y se envolvió una sábana en el cuello; en su mano derecha, una varita mágica cortaba el aire como si se tratara de un pastel. “Soy Mandrake”, gritó y su felicidad fue la mía. Los otros regalos seguían sin destapar, tirados sobre el piso. Le pasé el manual de instrucciones y le dije que lo leyera antes de cometer un disparate o dañar alguna cosa. “Tranquila, mamá —me dijo—; yo sé cómo funcionan estas cosas”; y, como si tuviera experiencia, empezó a recitar palabras en un idioma infantil que no logré entender. Agitó la varita y un dispositivo de fuegos artificiales llenó la habitación de un humo blanco. Y ahí, ahí mismo fue cuando sentí un cosquilleo en el pecho y un dolor en la boca, como si alguien me hubiera sacado los dientes de adelante. Al despejarse la humareda, me vi sobre el piso y Ramiro seguía sobre la cama con una sonrisa macabra. Desde ese día, me la paso encerrada en esta jaula, las garras me han crecido y nadie me presta atención cuando, con mucho esfuerzo, consigo cazar una mosca.


El ilusionista
   Isar Hasim Otazo

   Amo a ese hombre. Lo conocí el día que presentó su espectáculo de magia en mi pueblo. Mamá dijo, no te metas con un mago, los magos sólo aman su magia, y no le hice caso. 
   Lo seguí como su ayudante por todos los pueblos de los Llanos, en la época de la bonanza cocalera. Yo me quedaba en las habitaciones de esos hotelitos esperándolo hasta el amanecer. Llegaba borracho y yo corría a recibirlo, a desvestirlo y acostarlo. A veces, con su magia me transportaba a palacios, hoteles de lujo, castillos y países lejanos.
   Así fue por muchos meses hasta que un día me quedé esperándolo en vano en un cuartucho en Tauramena. Lo busqué desesperada por todo el pueblo hasta que en un bar me dijeron que el mago había encontrado otra ayudante y se había ido con ella a recorrer el Casanare.
   Volví al hotel y me corté las venas. Me desperté en un hospital y una semana después apareció él, con un ramo de flores. Me dijo que todo había sido un error, que me iba a recompensar por el sufrimiento que me había causado.
   Me llevó a un apartamento lujoso, con tina de porcelana y balcón de mármol. Acá lo espero cuando sale de correría.
   Mi madre me visita cuando él no está e insiste en que los magos sólo aman su magia y que lo mejor es que vuelva con ella a casa. Yo creo que mi mamá tiene envidia o está loca porque dice que vivo en una pocilga, que mis gatos son ratas repugnantes, que los pájaros que alegran con sus trinos mis oídos son murciélagos que cuelgan del techo y que los manjares que devoro son sobras recogidas del basurero.


Inadmisible
   Ambrose Bierce

   Según las reglas de la evidencia judicial ninguna de las afirmaciones de la Biblia sería admisible ante un tribunal. Tampoco podría probarse que la batalla de Blenheim se libró, que existió Julio César, que hubo un imperio asirio. En cambio, y puesto que los archivos judiciales constituyen evidencia admisible, puede probarse fácilmente que han existido poderosos y perversos magos que fueron un azote para la humanidad. La evidencia (confesiones inclusive) que sirvió para condenar y ejecutar por hechiceras a ciertas mujeres, no tenía fallas; aun hoy es inatacable. Las decisiones judiciales fundadas en ella eran justas dentro de la lógica y la ley. Nada está mejor probado ante un tribunal que los cargos de brujería que llevaron a tantos a su muerte. Si las brujas no existieran, el testimonio humano y la razón humana carecerían igualmente de valor.


Los usurpadores
   León Darío Gil Ramírez

   
Devianart.com
Para sorpresa general, cuando el Mago fue a salir de la fiesta de Primera Comunión, no encontró el sombrero de sus magias. ¡Pero si yo lo dejé encima del escaparate! Reclamó, y era evidente que ya le iba a estallar la desesperación; se le veía en las rebrotadas venas del cuello. Yo no creo que hayan sido los niños; defendió el Padrino después de revisar por todas partes. Pero vamos, quién quita; completó la Madrina. En la última, en la pieza de rebujos, los oyeron brincar entre alborozados aspavientos. El propio Mago, quien les abrió de sopetón la puerta, se tuvo que tirar para un lado, guarecerse contra la pared y favorecerse la cara con las manos para dejar salir el intrincado vuelo de las miles y miles de palomas y el corretear exasperado de los miles y miles de conejos. Tantas y tantos que todos, en medio del fragor de vuelos alocados y batir de alas, del trajinar extraviado de uñas contra el piso y el roce raudo de felpas vivas, se tuvieron que olvidar de su integridad para descorrer cortinas, desasegurar aldabas y cerrojos y abrir de par en par puertas y ventanas para que salieran. A la tarea, enredados en kilómetros y kilómetros de cintas y pañoletas multicolores, se unieron los niños.


El mago
   Flóbert Zapata Arias
   
   “Y ahora voy a hacer aparecer nada más y nada menos que… ¡La tristeza!”. Cerró los ojos, se concentró, ejecutó tres pases mágicos con las manos y “¡Ahí la tienen”, dijo.
   Era del tamaño de un cerdo, despedía sombras, miraba al suelo cabizbaja.
   Se tuvo que suspender el número porque el mago no paraba de llorar.
(La bestia danzante. Manizales: Centro de escritores de Manizales, 1995)