domingo, 3 de abril de 2011

9. El minicuento colombiano en México II


Potra de nácar
   Eduardo Serrano Orejuela

   La mujer más hermosa del mundo pasó a mi lado y yo le recité en homenaje:
   —Ni nardos ni caracolas tienen el cutis tan fino, ni los cristales con luna relumbran con ese brillo.
   Se volvió hacia mí, me examinó de abajo arriba como si no creyera en mi existencia y, sin que le temblara la voz, me dijo:
   —Pero ni esta noche, ni nunca, correrás el mejor de los caminos, montado en esta potra de nácar, sin bridas y sin estribos.
   Estupefacto, la vi alejarse para siempre, su negra cabellera flotando en el luminoso viento de la tarde. Desde entonces he renunciado a los piropos eruditos. La luz del entendimien­to me hace ser muy comedido.




Rencor
   Rodrigo Parra Sandoval


   Me casé a los diecisiete años con un hombre al que no amaba. Me casé con él por rencor con mi padre. Mi padre nunca me dio un beso en la mejilla. Mi padre nunca me acarició. En cambio, sabía con precisión cómo es en realidad el mundo, cómo debe ser. Por eso, lloré durante la noche anterior a mi boda. Lloré durante la boda. Lloré durante la noche de mi boda. He estado estos veinte años llorando y haciendo el amor con un hombre al que no quiero. Durante veinte años he estado mostrándole rencor a mi padre. Pero mi padre no se ha dado cuenta. Por eso llegué a la costumbre de los viajes dominicales al aeropuerto. Todos los domingos vamos al aeropuerto mi marido, la niña y yo. Nos paramos en el extremo de la pista y esperamos a que salga un jet. Entonces saco la cabeza por la ventanilla y grito. Grito hasta que se me acaba la voz. Grito este grito de veinte años de rencor. Hasta que sale lo que tengo adentro. Luego nos vamos a casa y nuevamente encuentro fuerzas para esperar el próximo domingo sin matar a nadie.


Ajedrez
   Luz Marina “Nana” Rodríguez Romero


   Se dice que el juego del ajedrez originariamente era una técnica de adivinación que interpretaba el resultado de la batalla entre las fuerzas eternas del Ying y del Yang.
   Más tarde en Praga, con la humedad de un sótano como testigo, un hombre de ojos tristes vislumbró el ajedrez como un castillo habitado por reyes, damas, caballo y alfiles invisibles, custodiados por peones sonámbulos y torres que no duermen. Mientras en Buenos Aires, con fervor, un hombre de ojos que miran al infinito, poetizó que Dios mueve al jugador, y éste a la pieza… Ahora yo, solitaria, en el silencio de una ciudad sumergida, sobre mi cuadrícula de luces y de sombras, veo cómo el caballo traza una ele movido por mi mano, y relincha como una señal de la escritura de Dios, deseoso de que, algún día, esta secreta partida pueda finalizar en tablas.



El cadáver del pueblo
   Guillermo Velásquez Forero

   —¡Yo no soy un hombre, yo soy un pueblo! —reveló el gran Caudillo popular en la plaza de Bolívar, sublevada por multitudes armadas de indignación y de silencio.
   La oligarquía liberal­conservadora, que cabalgaba en la bestia apocalíptica del poder, quedó sobrecogida de asombro por esa inaudita manifestación; y aprovechó esa maravillosa oportunidad para cometer un genocidio en un solo hombre. Y enseguida pagó un sicario y lo mandó matar. Por su suerte, el matón fue felizmente linchado y arrastrado por las calles como un perro, por las multitudes, y así el magnicidio fue perfecto y todos quedaron bien muertos.
   Pero el cadáver del pueblo todavía respira, y es capaz de elegir y reelegir a sus verdugos.




Encuentro casual en el limbo
   Felipe Ardila


   El aire pesado huele a vaho ebrio. La puerta de la taberna trasboca dos hombres que se lanzan mutuos insultos. Los curiosos comienzan a dibujar un círculo. A medida que sube el calor de la disputa, el redondel se estrecha en torno a ellos. Vociferan. Se lían a puñetazos. Un mimo asegura una apuesta con un estudiante de arquitectura: gana el moreno. Uno de los hombres cae, con la boca rota, sobre el pavimento. Del círculo arrojan un cuchillo que resplandece como un pez en el aire, antes de caer a las manos de quien está de pie. El otro espera en el piso, indefenso. El hombre armado mira al círculo.
   Escapa una apuesta más, entre un actor de teatro y un travesti: mínimo, tres puñaladas.
   Levanta el cuchillo con las dos manos y, con todas sus fuerzas, hace que la hoja acerada penetre la carne dura y sucia del asfalto. Luego ofrece su mano. Lo levanta. Dos miradas desprecian la multitud y luego se pierden lentamente en la larga línea de la calle.




6
   Álvaro Mutis

   Cada vez que sale el rey de copas hay que tornar a los hornos, para  alimentarlos con el bagazo que mantiene constante el calor de las pailas. Cada vez que sale el as de oros, la miel comienza a danzar a borbotones y a despedir un aroma inconfundible que reúne, en su dulcísima materia, las más secretas esencias del monte y el fresco y tranquilo vapor de las acequias. ¡La miel está lista! El milagro de su alegre presencia se anuncia con el as de espadas. Pero si es el as de bastos el que sale, entonces uno de los paileros ha de morir cubierto por la miel que lo consume, como un bronce líquido y voraz vertido en la blanda cera del espanto. En la madrugada de los cañaverales, se reparten las cartas en medio del alto canto de los grillos y el escándalo de las aguas que caen sobre la rueda que mueve el trapiche.