domingo, 20 de febrero de 2011

5. El Quijote en minicuentos I

Antonio Saura
La ley
   Miguel de Cervantes Saavedra
   
   Un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío; sobre este río estaba un puente, y al cabo de él una horca y una como casa de audiencia, en la cual, de ordinario, había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, del puente y del señorío, que era en esta forma: Si alguno pasare por este puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenlo pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna.
   Sabida esta ley y la rigurosa condición de ella, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomado juramento a un hombre, juró y dijo que, para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento, y dijeron: “si a este hombre lo dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a ley, debe morir; y si le ahorcamos, él juro que iba a morir en aquella horca, y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre”.


La verdad sobre Sancho Panza
    Franz Kafka


   Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su demonio, al que luego dio el nombre de Don Quijote, que éste se lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie. 
 Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a Don Quijote en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.




Mentira histórica
   Eduardo Gotthelf

   En batalla singular, un ejército gigantesco fue vencido por el valor de un solo iluminado. Su resentido biógrafo, mutilado de guerra él mismo, en lugar de mencionar gigantes, consignó molinos.






La cueva de Montesinos
   Enrique Anderson Imbert

   Soñó don Quijote que llegaba a un transparente alcázar y Montesinos en persona —blancas barbas, majestuoso continente— le abría las puertas. Sólo que cuando Montesinos fue a hablar, don Quijote despertó. Tres noches seguidas soñó lo mismo, y siempre despertaba antes de que Montesinos tuviera tiempo de dirigirle la palabra.
   Poco después, al descender don Quijote por una cueva, el corazón le dio un vuelco de alegría: ahí estaba nada menos que el alcázar con el que había soñado. Abrió la puerta un venerable anciano al que reconoció inmediatamente: era Montesinos.
   —¿Me dejarás pasar? —preguntó don Quijote.
   —Yo sí, de mil amores —contestó Montesinos con aire dudoso—, pero como tienes el hábito de desvanecerte cada vez que voy a invitarte... 
 (El gato de Cheshire. Buenos Aires: Losada, 1965)



Máquina del tiempo
   Ana María Shua

   A través de este instrumento rudimentario, descubierto casi por azar, es posible entrever ciertas escenas del futuro, como quien espía por una cerradura. La simplicidad del equipo y ciertos indicios históricos nos permiten suponer que no hemos sido los primeros en hacer este hallazgo. Así podría haber conocido Cervantes, antes de componer su Quijote, la obra completa de nuestro contemporáneo Pierre Menard.
(Casa de geishas. Buenos Aires: Sudamericana, 1992).


Sanchijote
   Enrique Hoyos Olier

   En cuanto se apercibió de nuestra presencia, se nos vino derechamente, y soltó la andanada.
    —Válame Dios, si no es vuesa merced el bueno de Angulo el malo. Y ha de andar haciendo comedias por estos pueblos de Dios.
   —Así es, amigo Sancho —le respondí, que ya le había reconocido—. Sigo haciendo “La cortes de la muerte”, que las comedias que agora se estilan son todas disparates: las hay que necesitan de comento para entenderlas; que ponen la última escena de la tercera jornada al comienzo, luego la segunda de la primera; en fin, Sancho, que me vuelvo loco. Y, vos, Sancho, en qué andáis que parecéis un remedo de vuestro amo.
   —Vámonos despacito, Señor Angulo el malo, Sanchijote para vos y toda vuestra alegre compañía. Que en cuanto mi amo dejó este mundo, su sobrina, mi señora, me dejó, no sé si por su mandato, la lanza, la adarga, la celada y el rocín, por lo que colegí que quería que siguiera su pasos. Y aquí me tenéis, como vos, por estos caminos, deshaciendo entuertos y otras lindezas. Cada cual a lo suyo, vos a las letras y yo a las armas.
   Y, sin más, picó su rocín y se perdió tras una nube de polvo.
(Cuentos. Bogotá: Universidad Pedagógica Nacional, 2004)