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Diseño: Orlando López V- |
El todo y las partes
Álvaro Ramos Q.
Álvaro Ramos Q.
Al fin lo había logrado, después de tantos meses de estarle amando en silencio, y otros tantos de estarle coqueteando. Al fin el señor aceptó subir con ella a su apartamento.
La siguiente lucha fue convencerlo de que hicieran el amor. Él dijo que no sabía... que tal vez no se iba a poder...que...
Ante la fuerte insistencia, él dijo que bien, que hiciera con él lo que quisiera.
Ella comenzó a besarlo y a quitarle la ropa (hacía diez años, desde que quedara viuda, que no estaba con nadie). Pero notó que el cuerpo de él era muy suave, liviano, casi esponjoso. Pero, en su pasión, continuó quitándole la ropa y cada vez encontraba más ropa debajo, después de haberle quitado como cinco camisas, estaba mareada, pero continuó y quedó estupefacta: No había cuerpo, solo una cabeza, dos manos y dos pies hermosísimos, lo demás era pura ropa y unas varillitas más delgadas que un dedo que unían las cinco cosas entre sí.
Ella se desmayó del susto, sin siquiera gritar.
Cuando volvió en sí, el señor estaba completamente vestido de nuevo, imperturbable y bello como siempre, delante de ella.
Le dijo que escuchara, que él no era humano, que su nave había caído y explotado, que tenía que quedarse en la Tierra hasta el fin de sus días, y por eso asumió imitar la figura de los humanos, pero como su tamaño era un quinto de el de un hombre corriente, su masa solo le había permitido imitar la cara, las manos y los pies, y con el resto hacer solo una estructura de soporte. Su alimentación mineral no representaba ningún problema, podía comer cualquier piedra, y los residuos se volatilizaban a través de su piel.
Inicialmente vivió en un pueblito muy retirado, como un enano mudo y medio tonto, mientras fue aprendiendo el idioma y el comportamiento de los humanos. La gente del poblado lo quería porque era muy servicial y por su enorme fuerza física.
Le pidió a ella que, si realmente lo amaba, como le había dicho tantas veces en el bar, no le comentara esto a nadie. Le dijo que él la quería a su manera, que lamentaba no poder hacer el amor que, si no quería verlo más, él comprendería, y que la vida de él en la tierra no tenía ningún sentido.
Esto sucedió hace muchísimo tiempo, me lo contó una ancianita moribunda, en el Hospital General de Rotterdam.
Ya la señora murió, y el personaje del relato había muerto mucho antes que ella, porque los seres de su planeta no vivían si no un tercio de la vida promedio nuestra. Un día se había despedido de ella, y le dijo que se iría a un bosque, que no se preocupara por su cadáver, que “ellos” se deshacían muy rápidamente después de morir, que solo encontrarían sus ropas, que no habría huesos. La policía nunca podría descifrar el misterio.
La mujer sí pudo hacer el amor muchas veces con él. El desaparecía sus pies y sus manos por unas horas, y conformaba una encantadora región pélvica, unos exuberantes genitales, un ombligo fascinante.
La siguiente lucha fue convencerlo de que hicieran el amor. Él dijo que no sabía... que tal vez no se iba a poder...que...
Ante la fuerte insistencia, él dijo que bien, que hiciera con él lo que quisiera.
Ella comenzó a besarlo y a quitarle la ropa (hacía diez años, desde que quedara viuda, que no estaba con nadie). Pero notó que el cuerpo de él era muy suave, liviano, casi esponjoso. Pero, en su pasión, continuó quitándole la ropa y cada vez encontraba más ropa debajo, después de haberle quitado como cinco camisas, estaba mareada, pero continuó y quedó estupefacta: No había cuerpo, solo una cabeza, dos manos y dos pies hermosísimos, lo demás era pura ropa y unas varillitas más delgadas que un dedo que unían las cinco cosas entre sí.
Ella se desmayó del susto, sin siquiera gritar.
Cuando volvió en sí, el señor estaba completamente vestido de nuevo, imperturbable y bello como siempre, delante de ella.
Le dijo que escuchara, que él no era humano, que su nave había caído y explotado, que tenía que quedarse en la Tierra hasta el fin de sus días, y por eso asumió imitar la figura de los humanos, pero como su tamaño era un quinto de el de un hombre corriente, su masa solo le había permitido imitar la cara, las manos y los pies, y con el resto hacer solo una estructura de soporte. Su alimentación mineral no representaba ningún problema, podía comer cualquier piedra, y los residuos se volatilizaban a través de su piel.
Inicialmente vivió en un pueblito muy retirado, como un enano mudo y medio tonto, mientras fue aprendiendo el idioma y el comportamiento de los humanos. La gente del poblado lo quería porque era muy servicial y por su enorme fuerza física.
Le pidió a ella que, si realmente lo amaba, como le había dicho tantas veces en el bar, no le comentara esto a nadie. Le dijo que él la quería a su manera, que lamentaba no poder hacer el amor que, si no quería verlo más, él comprendería, y que la vida de él en la tierra no tenía ningún sentido.
Esto sucedió hace muchísimo tiempo, me lo contó una ancianita moribunda, en el Hospital General de Rotterdam.
Ya la señora murió, y el personaje del relato había muerto mucho antes que ella, porque los seres de su planeta no vivían si no un tercio de la vida promedio nuestra. Un día se había despedido de ella, y le dijo que se iría a un bosque, que no se preocupara por su cadáver, que “ellos” se deshacían muy rápidamente después de morir, que solo encontrarían sus ropas, que no habría huesos. La policía nunca podría descifrar el misterio.
La mujer sí pudo hacer el amor muchas veces con él. El desaparecía sus pies y sus manos por unas horas, y conformaba una encantadora región pélvica, unos exuberantes genitales, un ombligo fascinante.
Ella se fue acostumbrando a amarlo así, por partes. El la adoraba.
Ella le mostraba fotos de esculturas griegas antiguas y de Miguel Ángel ó Rodin, que él copiaba a la perfección. Un día la abrazaban unos brazos fornidos, y no había más nada. Otro día, tenía sobre la cama, una espalda atlética para ella sola. El encanto estaba en todas las variantes que él imitaba para ella. A ratos era unos muslos morenos, otras veces un torso rubio con un sexo africanamente negrísimo. Sus ojos viraban del violeta intenso a un suave marrón de miel.
Una historia de amor aterradora, pero apasionante, sin duda.
La señora no volvió a compartir, después de la muerte de él, con ningún hombre, y ¿para qué? después de haber compartido con muchos en uno solo, aunque fuera a pedazos.
El padre Pío
Alessandro Baricco (Italia)
Ella le mostraba fotos de esculturas griegas antiguas y de Miguel Ángel ó Rodin, que él copiaba a la perfección. Un día la abrazaban unos brazos fornidos, y no había más nada. Otro día, tenía sobre la cama, una espalda atlética para ella sola. El encanto estaba en todas las variantes que él imitaba para ella. A ratos era unos muslos morenos, otras veces un torso rubio con un sexo africanamente negrísimo. Sus ojos viraban del violeta intenso a un suave marrón de miel.
Una historia de amor aterradora, pero apasionante, sin duda.
La señora no volvió a compartir, después de la muerte de él, con ningún hombre, y ¿para qué? después de haber compartido con muchos en uno solo, aunque fuera a pedazos.
(Para la serie “Narraciones No Convencionales”)
El padre Pío
Alessandro Baricco (Italia)
Cuando le sacaban una foto sin que él quisiera, su imagen no aparecía en el negativo.
(Anécdota tomada de Padre Pío, de Sergio Luzzatto. En: Una cierta idea del mundo, 2013)
Gallinas
Rafael Barrett (España/Paraguay)
Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada.
La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llena para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.
Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas el intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.
¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario...
La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llena para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.
Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas el intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.
¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario...
La mujer de Silva
Luis Fernando Verissimo (Brasil)
Luis Fernando Verissimo (Brasil)
Un escándalo se produjo cuando, frente a la casa de Souza apareció pintada, una cierta mañana, una escueta frase sobre —digámoslo así— la conducta moral de la mujer de Silva, que vivía al frente. Silva, indignado, fue a preguntarle a Souza.
—¿Quién fue?
—Yo qué sé.
—¡Cómo que no lo sabes! ¡La casa es tuya!
—Es mía, pero no puedo pasarme el día en la acera cuidando que no pinten letreros en la fachada. ¿O crees que sí?
No, no podía. Pero el asunto no podía continuar así. La frase no mencionaba a la mujer de Silva por su nombre propio. Se le identificaba como “La mujer de Silva”. Y como para que no quedaran dudas: “La de enfrente”.
—Bórrala —pidió Silva.
—¿Cómo?
—Con pintura blanca. Píntala encima.
—Pero mi casa es amarilla.
—Entonces píntala con amarillo encima.
—¿Una sola franja amarilla? Va a quedar horrible.
—Entonces pinta toda la casa.
—¿Y dónde está el dinero?
—¡Te exijo que pintes toda la casa!
—¡Sólo si me das el dinero!
—¡La casa es tuya!
—¡Pero la mujer es tuya!
Silva aceptó. Pagó la pintura completa de la casa de Souza. Sólo se rehusó, cuando Souza sugirió que le pagara también la pintura de las paredes interiores, que necesitaban otra mano. Silva le imploró que no le contara a nadie. Pero la noticia se esparció en todo el vecindario. Y, poco después, la casa de Moreira, que tenía la pared desconchada, apareció con un letrero en la fachada sobre los supuestos hábitos de la mujer de Silva. Allí apareció Silva.
—¡Bórrala!
—No puedo.
—¡Píntala!
—Sólo si pinto toda la casa.
—¿Quién fue?
—Yo qué sé.
—¡Cómo que no lo sabes! ¡La casa es tuya!
—Es mía, pero no puedo pasarme el día en la acera cuidando que no pinten letreros en la fachada. ¿O crees que sí?
No, no podía. Pero el asunto no podía continuar así. La frase no mencionaba a la mujer de Silva por su nombre propio. Se le identificaba como “La mujer de Silva”. Y como para que no quedaran dudas: “La de enfrente”.
—Bórrala —pidió Silva.
—¿Cómo?
—Con pintura blanca. Píntala encima.
—Pero mi casa es amarilla.
—Entonces píntala con amarillo encima.
—¿Una sola franja amarilla? Va a quedar horrible.
—Entonces pinta toda la casa.
—¿Y dónde está el dinero?
—¡Te exijo que pintes toda la casa!
—¡Sólo si me das el dinero!
—¡La casa es tuya!
—¡Pero la mujer es tuya!
Silva aceptó. Pagó la pintura completa de la casa de Souza. Sólo se rehusó, cuando Souza sugirió que le pagara también la pintura de las paredes interiores, que necesitaban otra mano. Silva le imploró que no le contara a nadie. Pero la noticia se esparció en todo el vecindario. Y, poco después, la casa de Moreira, que tenía la pared desconchada, apareció con un letrero en la fachada sobre los supuestos hábitos de la mujer de Silva. Allí apareció Silva.
—¡Bórrala!
—No puedo.
—¡Píntala!
—Sólo si pinto toda la casa.
María José Codes (España)
Un criminal irrumpe con su delito | |||
en una comunidad que estaba en paz. | en un mundo en el que el orden y la estabilidad han sido sepultados, donde poderosos y fuerzas del orden son corruptos. | ||
Auguste Dupin analiza con absoluta pulcritud, casi con indiferencia. | Philip Marlowe, que se mueve como pez en el agua en el submundo del crimen, combate con violencia un mundo violento. | ||
Y resuelve el caso. | |||
Con el intelecto, | Más con la acción. | ||
de forma estética. | No investiga por juego estético. | ||
Los detalles escabrosos los deja para la policía | Los detalles escabrosos marcan su procedimiento marginal y vulnerable | ||
Deja para la policía el error. | |||
Restablece el orden del sistema. | El sistema sigue igual. |
(Intriga y suspenso, 2013)
Las novias
Eugen Barbu (Rumania)
En otoño, el Danubio vino hosco y turbio, arrastrando bestias ahogadas e inmundicias desde Viena. En los sauces se impuso el color amarillo y luego el viento dispersó las hojas que, caídas al río, flotaron perezosas hasta el mar, como escombros dorados. Los islotes de hierba habían quedado inmóviles y los pájaros salían de ellos en bandadas. Al atardecer, el fugitivo, un tal Ioachim, que había dado muerte a dos boyardos y a sus mujeres durante un banquete vengando así las muchas y malas pasadas que le habían hecho, oía el relinchar de los caballos que pastaban en la otra orilla del río.
El hombre no encendía ningún fuego por temor a los gendarmes, comía junco y pescado crudo, parecía habérsele olvidado el habla y algunas veces, al alba, aullaba como los lobos, para quitarse de encima el sueño. Desde hacía ocho años vivía en una lengua de tierra bajo un cobertizo que se caía en invierno por el peso de las nevadas y se afirmaba de nuevo en primavera sobre dos troncos de álamos viejos encontrados en el mismo Danubio. De no haber sido por la campana del convento de Ostrov, que anunciaba cada noche la hora del rosario, Ioachim se hubiera vuelto loco. Aquellos tañidos de campaña durante las noches y las grandes fiestas...
Algunas noches claras, cuando el viento dejaba de soplar y el aire se hacía más transparente, los muros del convento de monjas parecían crecer, a la luz de la luna, en medio del río y tenía uno la sensación de asistir a una invasión de turcos a bordo de sus barcos. En aquellas ocasiones, sobre el paraje flotaban vapores verdes y se oían dulces voces de mujeres glorificando a Dios.
El fugitivo soñaba con mamaliga —polenta— dorada y caliente, con montones de galletas y un caldero de leche hirviente. Recordaba remotas fiestas y se metía en la boca un puñado de hierba, masticándola glotonamente. Más tarde comenzaron las lluvias. En la otra orilla, en la lejanía, los pastores llamaban a sus perros a la vera de las ovejas, en medio de la niebla espesa. Era la época en que el buen bandolero, desplazándose de un lugar a otro con una tosca balsa, se hacía de provisiones para el invierno.
Durante largas semanas no dejó de llover, como si fuese el diluvio. Ningún pájaro cruzaba ya el espacio. Reinaba un silencio de espanto y de muerte. El río presagiaba algo con su profunda voz.
Antes de la borrasca de nieve, el cielo recobró su color azul, para más tarde tornarse blancuzco e inmóvil, lo mismo que un esqueleto. La corriente roía lenta y tenazmente la tierra de la orilla. Más allá, las colinas, altas y desiertas, permanecían en su quietud. Por encima de ellas vagaba el polvo, semejante a un velo de novia. Las campanas del convento sonaban tristes, como anunciando un entierro. En esta temporada y en primavera, la muerte llamaba a muchas puertas.
Los pastores rezaban cara al sol. Luego la volvían hacia el río y suplicaban también a éste, pero él corría veloz, con sus peces y bichos.
En diciembre se produjo una tremenda helada, después de una escasa nevada. El Danubio adquirió la rigidez característica de la muerte. La hierba que había quedado, se hizo dura como clavos. Desde las alturas del cielo no se filtraba ninguna luz. En medio de aquel silencio inquietante, Ioachim esperaba algo que él mismo no sabía.
Pasó un invierno de escasa nieve. Más temprano de lo que suponía, el bandolero oyó crujir el caparazón de hielo del río. Todo comenzó una noche, la del gran estruendo, como si se hubieran hundido los montes. A la mañana siguiente, por la parte donde se ponía el sol, se oyó como un tropel confuso y en el lecho del río surgieron unas espaldas enormes y blancas que se agredían, montando una sobre otra. Todo cuanto hasta entonces había quedado inmóvil crujía y se hacía pedazos. El sol había puesto una cara alegre y los peces impacientes saltaban un palmo por encima del agua.
Ioachim se disponía, pues, a quitarse el abrigo grueso y sucio. Se estaba acercando el dulce abril. Durante más de dos semanas sobre el río desfilaron enormes témpanos de hielo con pastores, ovejas y perros encima. Los desgraciados llamaban a sus compañeros, imploraban su auxilio, pero aquellos no abandonaban la tierra firme porque conocían la fuerza del Danubio. Los condenados a muerte desaparecían en la niebla...
A principios de mayo, después de haberse llevado el río todo cuanto había recogido en invierno, Ioachim vio que flotaba también una iglesia de madera. El Danubio se había cubierto de íconos. Unos años antes arrastró incluso un molino con sus aspas, caballos hinchados, puentes y graneros.
Una mañana, cuando la agitación de las olas se había calmado un poco y el agua tenía matices azulencos bajo el cielo pálido, el bandolero se hallaba en su lengua de tierra escudriñando río arriba. Para entretenerse con algo, se puso a silbar. Los pastores de la otra orilla habían perecido ahogados o se fueron con sus ovejas a la montaña. El sol pegaba fuerte. Hacía un día caluroso y apacible. Ninguna chalana se vislumbraba en la lejanía. Reinaba un silencio semejante al que precede a un gran incendio. La superficie del Danubio estaba desierta. Una alfombra de hierba, verde y fresca cubría la tierra.
Hacia mediodía, sobre las aguas del río pareció divisarse algo. Ioachim se acercó a la orilla y miró más atentamente.
Primero pasó una muchacha ahogada, de mejillas como de porcelana, cabellos dorados, labios rojos y dulces ojos azules, fijos en el cielo impasible. El Danubio se la llevaba de prisa. Al bandolero le causó tal sorpresa, que se golpeó con la mano la frente. Luego aparecieron otras muchachas. Diecinueve, contadas, vestidas con camisas blancas, todas hermosas como las hadas, cuyos pechos apenas empezaban a brotar. Sus vestiduras atestiguaban que habían sido vírgenes. El enemigo había invadido el país y las monjas del convento de Ostrov no quisieron convertirse en esclavas, prefiriendo antes darse muerte.
A la última, la más bella, una novicia alta y esbelta, cuyos cabellos llegaban hasta los tobillos, Ioachim, el loco bandolero que había huido del mundo desde hacía tiempo, la sacó a la orilla y vivió con ella unos cuantos días, hasta que comenzó a pudrirse.
Despertar
Norberto Costa
Despertó cansado, como todos los días. Se sentía como si un tren le hubiese pasado por encima.
Abrió un ojo y no vio nada. Abrió el otro y vio las vías.
Abrió un ojo y no vio nada. Abrió el otro y vio las vías.