domingo, 6 de agosto de 2023

346. Sławomir Mrožek V - a 10 años de su muerte

El 15 de agosto se cumplen diez años de la muerte de Slawomir Mrožek.

Textos tomados del libro La mosca (1991). En español: editorial Acantilado, Barcelona, 2005. 


Tres generaciones

   En el desayuno le dije a papá:
   —¿No crees, papi, que el abuelito recuerda demasiadas cosas?
   Mi papi dejó su huevo pasado por agua.
   —¿Qué quieres decir?
   —Lo que estoy diciendo. Tiene ya muchos años y sabe ciertos detalles acerca de nosotros.
   —Yo tengo la conciencia tranquila.
   —¿Seguro? ¿Y quién traicionó a la patria y se compinchó con los comunistas? El abuelito estuvo ahí.
   —¿Y quién traicionó a los comunistas y se compinchó con la patria?
   —No, si ya te he dicho que el abuelito sabe demasiado sobre los dos.
   —¿Y qué quieres que haga? No podemos liquidar al abuelito.
   —Liquidarlo, no, pero sí mandarlo a una misión diplomática. Yo ahora tengo enchufes en el nuevo gobierno y puedo arreglarlo. ¿Estarías de acuerdo?
   Accedió, y el abuelito fue nombrado embajador en Pernambuco. Parece que adivina el motivo, ya que de momento se está callado.


El río

   El río era amenazador, pocos habían logrado atravesarlo a nado, o incluso en barca. A pesar de eso, siempre aparecían nuevos osados, ya que la orilla opuesta, precisamente por inaccesible, atraía a todo el mundo, aunque solo los más valientes se arriesgaban a hacer la travesía. Aquellos a los que les acababa faltando el valor, se quedaban sentados suspirando: «Ay, qué bien se debe de estar en el otro lado…».
   Cada vez que se ahogaba algún osado, aquellos movían las cabezas con aire fúnebre, contentos en el fondo de que alguien, una vez más, hubiera demostrado la imposibilidad de cruzar y, por lo mismo, la razón que ellos tenían al no alejarse de la orilla natal.
   Sin embargo, la comunidad, orgullosa de los valientes, les levantó un monumento allá donde la orilla era más alta: gloria a los que cruzaron el río.
   Un buen día el río comenzó a secarse. Menguaba año tras año y pronto, allí donde antes había honduras insondables y vórtices infranqueables, quedaron tan solo charcos poco profundos en los que andaban los niños y chapoteaban las aves de corral. La presencia del monumento empezó a resultar embarazosa, ya que ahora cualquiera podía cruzar el río como y cuando quisiese, para allá y para acá incluso estando borracho. Bastaba con darse un paseo de una orilla a otra.
   ¿Qué hacer con el monumento? Por supuesto se podía derribar, pero eso conllevaba gastos, sin mencionar que el levantarlo había supuesto una inversión importante. El Ayuntamiento no pensaba tirar el dinero por la ventana. Salía mucho más barato cambiar solo la inscripción. Se dio, pues, una mano de pintura al «Gloria a los que cruzaron el río» y más abajo, en el mismo mármol, se grabó: ¡viva el deporte!



La mosca

   Me estaba molestando una mosca. Yo la espantaba, pero ella volvía, así que la volvía a espantar.
   Finalmente, me dijo:
   —Conque no, ¿eh? Vale, esperaré a que…
   Se apartó un poco y se posó sobre un perro muerto.
   —¿A qué? —pregunté.
   No contestó. Y yo no insistí, temiendo conocer ya la respuesta.


Paranoia

   De un tiempo a esta parte siento que me espían. En cualquier lugar noto su presencia a mis espaldas. Adondequiera que vaya, me sigue, y cuando estoy en casa, acecha desde el portal de enfrente. Él cree que no lo veo, pero lo veo con claridad.
   No me inquieta que sea un pájaro, un avestruz australiano, para ser más exactos. En definitiva, el surrealismo no es nada ya que extrañe, nos hemos acabado acostumbrando. Tampoco me inquieta que me espíe. Ser espiado por un avestruz es también normal dentro de los límites del surrealismo. Lo que me inquieta es la sospecha de que no es un avestruz, sino alguien disfrazado de avestruz. ¿Y para qué el disfraz? He aquí un turbador enigma.
   Un buen día, estaba de nuevo acechándome desde el portal del otro lado de la calle. Yo estaba junto a la ventana, oculto tras la cortina. Y observé cómo salió volando, no corriendo, no, volando, y aunque un avestruz no sabe volar, este extendió desmesuradamente sus alas y se elevó hacia el cielo.
   En el portal apareció el portero con una escopeta. Al parecer, se había hartado de la presencia del pájaro en el zaguán y había decidido ahuyentarlo.
   Y en el fingido avestruz reconocí a un inmenso buitre.



El mecenas

   Me hice escritor gracias al letrado K. Era un individuo ordinario, de apariencia repelente, carácter maligno y sospechosas fuentes de ingresos. Sin embargo, fue él quien descubrió en mí el talento y me animó a escribir.
   Aunque mi creación fuese rica en cuanto a la forma, era limitada en cuanto al contenido. Escribía poemas, novelas e, incluso, obras teatrales, pero el tema de mis escritos era únicamente la belleza, la inteligencia y las cualidades personales del letrado K.
   Todas mis obras aparecían en edición privada del letrado K. No lo atribuyo a su vanidad, sino a su pericia en materia literaria.
   A pesar del copioso tiraje y los bajos precios, el letrado K. era el único lector de mis libros. Yo, por cierto, me he considerado siempre un escritor de élites.
   Tras muchos años de buena salud, el letrado falleció. Sucedió precisamente cuando acababa de concluir su biografía. En esta nueva obra había probado que el letrado K. era inmortal.
   Tuve problemas para encontrar editor. Ante esta situación, cambié de profesión y me hice tendero. No me va mal, aunque a veces echo de menos el arte.


Mercado negro

   Me encontraba en uno de esos barrios donde desde los callejones surgen a menudo sospechosos individuos proponiendo a los transeúntes diversas transacciones. Normalmente se trata de la compra de joyas que después resultan ser falsas.
   Precisamente, uno de esos individuos me llamó con un gesto desde un portal.
   —Tss… ¿No quiere comprar un esclavo?
   Me lo pensé. El comercio de esclavos es ilegal, pero no estaría mal tener uno.
   —Eso depende, primero quisiera ver la mercancía.
   —La está viendo.
   —No comprendo.
   —El esclavo en venta soy yo.
   —En ese caso, me gustaría hablar con el propietario.
   —Imposible.
   —¿Por qué?
   —Como ciudadano de un Estado comunista era de su propiedad, pero ahora, como el Estado ha caído, me he quedado sin propietario.
   —Si usted no es propiedad de nadie, eso quiere decir que no es un esclavo. Es usted un hombre libre.
   Se echó a llorar.
   —¿Por qué me recuerda mi desgracia? —exclamó—. Compre o deje de comprar, pero no me torture.
   —¿Cómo? ¿No quiere la libertad?
   Se secó las lágrimas.
   —Cuando se es libre hay que trabajar. Y yo tengo mi dignidad.
   Me alejé sin aprovechar la oferta. La esclavitud es inmoral, y yo soy un hombre profundamente ético.
   Además, no me gusta emplear a personal desmoralizado.


La frontera

   Habían desaparecido los alambres de espino, el poste fronterizo estaba podrido e inclinado como una tumba vieja, lo habían cubierto jóvenes matorrales. Qué aspecto tan diferente tenía antes esta frontera.
   Entre las temblorosas cimas de los abetos había una torre inmóvil de centinela. Siguiendo el trazado de un viejo sendero, llegué al claro. El viento mecía la abundante hierba y hacía golpear la puerta de la torre, que se abría y cerraba inútilmente como unas fauces desdentadas; mi bota chocó con una oxidada lata de conserva oculta en la hierba. Rodó con desgana, emitiendo un breve y hueco sonido, y después se detuvo.
   Arriba, en la plataforma de la torre, no había nadie.
   —¡Alto! ¿Quién va? —sonó una voz.
   Era mi propia voz, era yo mismo quien me gritaba. No podía soportar más ese silencio, esos escasos ruidos y susurros, y ese golpear de la puerta. Y es que estaba cruzando la frontera.
   ¿Qué contesto? Antes era fácil. Bastaba con facilitar nombre y apellido, sexo, fecha y lugar de nacimiento, dirección, talla, color de ojos, moreno, rubio o castaño, profesión y número de pasaporte. ¿Y ahora que soy yo quien se pregunta a sí mismo?
   Al no encontrar respuesta, me lancé a la huida, retrocedí, a través del bosque, esperando en cualquier momento el disparo mortal. Pero me acordé de que no iba armado y aflojé el paso.