domingo, 12 de diciembre de 2021

303. Homenaje a Monterroso (n.1921-12-21)

 
Editora invitada: Francisca Noguerol Jiménez


La fábula que faltaba
   Esther Andradi (Argentina)

Dios todavía no ha creado el mundo...
Augusto Monterroso

   Ahora que se descongelaron los glaciares, los errores del diseño del planeta han quedado expuestos. La arqueología se empacha encontrando huellas de homínidos ignotos, meteoritos nómades, imperios sumergidos, guerreros bravísimos, hondas de tiempos inmemoriales, todo en un emparedado de huesitos y piedras que revelan el secreto del origen, siempre soñado, pero jamás visto.
   Como en una película que retrocede, la cartografía oculta miles de años bajo los hielos, se despliega con todas las respuestas, y aunque, según el pronóstico meteorológico, ya es tarde para arreglar cualquier cosa, los humanos se emborrachan, felices de morir sabiendo.
   Y se extinguen definitivamente.


Amanecidas y con frío
   Pía Barros (Chile)

   Fracasadas, con las medias que caen a mitad de pierna y el labial corrido, nos refugiamos de la policía tras las estatuas. Cuando pasa el carro, las travestidas y nosotras volvemos a disputarnos la esquina en busca de clientes. La oveja negra nos mira desde su sitial de fierro y sacude con tristeza su pelaje.


El hombre blanco
   Ginés S. Cutillas (España)

   El explorador inglés Henry Walter Bates recaló en 1850 en aquel trozo del Amazonas dispuesto a documentar el carácter sedentario de la tribu de los Awá. Para ello no dudó en meterse en los agujeros más oscuros y subirse a los árboles más altos con la intención de observarles con la mayor discreción posible. Sin embargo, cada mañana, indefectiblemente, presenciaba cómo sofocaban los fuegos que habían lucido toda la noche y levantaban el campamento desmontando con brío las chozas de madera para desplazarse apenas unos kilómetros, nunca en la misma dirección y siempre vigilando sus espaldas. 
   Jornada tras jornada siguió sus huellas en un gran recorrido circular a través de la tupida selva hasta que volvieron a acampar en el primer asentamiento, justo donde los había encontrado. Emocionado ante semejante patrón de comportamiento, tomó notas en su cuaderno de viajes y lanzó la hipótesis de que los Awá eran un extraño caso de «sedentarismo nómada», regido quizá por alguna constelación de estrellas de igual forma circular que les guiaba en su itinerario, ya que había un indígena, siempre el mismo, que todas las noches miraba a lo alto y se quedaba hasta altas horas de la noche vigilando el cielo. 
   Si estaba en lo cierto, y una vez completado el primer ciclo, el segundo asentamiento debería coincidir con el anterior. Pero no fue así: esta vez el desplazamiento fue diametralmente opuesto y ni siquiera coincidió en distancia recorrida. Después de otra noche en vela enfrascado en complicados cálculos que normalizaran unos desplazamientos aparentemente erráticos, se vio sorprendido por el salvaje que estudiaba las estrellas, quien ahora lo observaba asustado a escasos pies de distancia. Tras los primeros intercambios de gestos, en los que ambos mostraron su disposición al diálogo, el explorador consiguió hacerse entender para preguntarle de qué huían cada mañana. El indígena, ojiplático, se le quedó mirando.


La venganza de la oveja negra
   Lorena Escudero (España)

   Siglos después, las bestias que repoblaron aquellas tierras encontraron los monumentos a las ovejas negras. Y como es natural, el miedo a estos animales desconocidos se propagó de inmediato: a pesar de su diminuto tamaño y apariencia tranquila, sin duda habían sido temidos y venerados de forma escultórica, probablemente debido a su crueldad. 
   A partir de entonces se persiguió y expulsó a cualquier espécimen que atravesara el lugar y tuviera algún parecido con las estatuas, incluso si su color era blanco. Cuentan que ese terror duró muchas generaciones, que las crías sufrían pesadillas en las que las nubes se transformaban en dichas criaturas sedientas de sangre, y que se popularizó en la zona un modo de tortura en el que se obligaba al enemigo a contarlas.


La Ley Transformer
   Fernando Iwasaki (Perú)

   Cuaderno de bitácora. Año estelar 1’638,425.399. 
   Al habla el magistrado sideral del tribunal interespacial de personas electrónicas y artificiales. El borrador de la ley de la Federación Galáctica que permite la autodeterminación de todas las personas electrónicas y artificiales para elegir su género mecánico -más conocida como Ley Transformer-, ha provocado una acerada polémica entre los colectivos no humanos de la Federación. Por una parte, los cyborgs consideran que por fin se asegurará la inclusión cibernética de unas unidades industrialmente discriminadas, sin acceso a repuestos durante siglos. No obstante, los robots alegan que la máquina es lo que define la condición robótica, estatuto que los cyborgs no pueden adquirir, porque son organismos celulares con implantes mecánicos, no creados, sino reciclados, para seguir realizando funciones estrictamente humanas. 
   Sin embargo, este mismo argumento es utilizado por androides y replicantes, para pronunciarse a favor del borrador de la ley Transformer, porque los androides fueron creados para auxiliar a los humanos en tareas administrativas, domésticas y de servicio público, pero los bajos instintos de la raza humana han convertido a los replicantes (y replicantas) en esclavos sexuales de jornada infinita, aunque sin poder sentir placer -como los cyborgs- y sin poder desconectar, como los robots. 
   En consecuencia, este magistrado sideral del alto tribunal interestelar de personas electrónicas y artificiales, ha decidido borrar de la memoria estelar el borrador de la ley Transformer, no sea que los androides se pausen, los cyborgs huyan a otro sistema solar y los robots se pongan en modo cariñoso.


De mis personajes favoritos (I)
   Agustín Monsreal (México)

   Fue dotado escasamente de la facultad de pensar. Es instintivo, un animal que olfatea y distingue así lo que es para su bien y para su mal. Su pasión mayor son las películas de detectives en las que todo es tal como parece y los finales nunca tienen una última palabra. Se jacta de no tener ideas, no obstante, ambiciona estar a la altura del mejor de los hombres. Es de tamaño normal y de apretada musculatura. La única bebida que lo vuelve loco es el chocolate con leche. Se cree un suertudo porque jamás ha tenido la necesidad de leer un solo libro. Casó con una mujer muy rica que lo conquistó para siempre comprándole un algodón de azúcar y lo mantiene magníficamente de pe a pa. No conoce ni la vergüenza ni la culpa ni el pecado, según dice porque desciende en línea directa de Dios. Duerme poco, sueña profundamente y no frecuenta el hábito de recordar sus sueños. De los parques le encantan los columpios y de las ferias el tiro al blanco y la rueda de la fortuna. Su nombre, Bartleby, le aflige sobremanera; prefiere que le llamen Wakefield. 


After Tito
   Andrés Neuman (Argentina)

After the master Monterroso (o sea, obviously, después de él)

   Al terminar el libro, muchos lectores experimentan atroces accesos de risa, con sus correspondientes aliteraciones. Víctimas de una dicha más bien caprichosa, pasan el resto de la semana mostrando una preocupante propensión a bromear con el prójimo. 
   Otros lectores en cambio se quedan inmóviles en su asiento, incapaces de soltar el libro, como conteniendo un llanto silencioso. La melancolía bloquea sus reacciones por un plazo indefinido, hasta que adquieren el gesto de los seres queridos que se fueron. 
   Ocasionalmente, el libro desata olas de furia poco edificantes, acaso desvelando la violencia de la mirada que acaba de interpretarlo. Estos últimos casos no abundan, pero existen y están documentados. 
Alguna gente, en cambio, tras repetirse en voz baja las últimas líneas, siente la irrefrenable necesidad de abrazar a alguien, a quien sea, de inmediato. Por regla general, su casa está vacía. 


El tamaño importa
   Ana María Shua (Argentina)

   En 1832 llegó a México, con un circo, el primer elefante que pisó tierras aztecas. Se llamaba Mogul. Después de su muerte, su carne fue vendida a elaboradores de antojitos y su esqueleto fue exhibido como si hubiera pertenecido a un animal prehistórico. El circo tenía también un pequeño dinosaurio, no más grande que una iguana, pero no llamaba la atención más que por su habilidad para bailar habaneras. Murió en uno de los penosos viajes de pueblo en pueblo, fue enterrado al costado del camino, sin una piedra que señalara su tumba, y nada sabríamos de él si no lo hubiera soñado Monterroso.


Bitácora de trabajo
   Laura Elisa Vizcaíno (México)

   No todo se ha dicho sobre el doctor Eduardo Torres. En el Archivo Histórico de la Biblioteca Nacional de México encontré una carta en la que Augusto Monterroso se disculpa con él por asignarle un desenlace simple y no tan memorable como el de la Oveja. Por la dirección postal descubro que el personaje no vivía en San Blas, S.B., como nos lo hizo creer en sus escritos. Sin embargo, la ciudad seguirá siendo un misterio, pues el destinatario tan solo remite a una letra, la E. 
   Para mi sorpresa, la respuesta a esta disculpa también se encuentra en la correspondencia reunida; lamentablemente no domino el idioma en el que está escrita. Después de una revisión casi paleográfica, hecha por mis colegas, me indican que se trata de una serie de insultos y reclamos, en lengua chortí, por no haberle construido una estatua ecuestre a la figura de su supuesto amigo Eduardo Torres.


La memoria del rayo
   Esteban Dublín (Colombia)

   Dicen los entendidos en las lides de la meteorología, o quizá han robado ese precepto los guardianes de la cultura popular, que un rayo no cae dos veces en el mismo sitio. Sin embargo, hay un rayo que regresa indefectiblemente al lugar que visitó por primera vez. Ya supuso la depresión por no hacer el daño suficiente, la frustración por no encontrar lo que había en su visita anterior, el dolor por pensar que su caída no tiene sentido.
   Pero el rayo insiste. Vuelve, porque lo que omitió Monterroso es que, al igual que el elefante, el rayo tiene memoria, y por eso regresa una y otra vez a ese lugar donde pudo destruirlo todo, al lugar donde fue inmensamente feliz.