domingo, 11 de julio de 2021

292. Umberto Eco IV

Todos los textos fueron tomados de El péndulo de Foucault


Umberto Eco
La credulidad

   Tenía diez años y quería que mis padres me abonasen a un semanario que publicaba las obras maestras de la literatura en historietas. No por tacañería, quizá desconfiase de los tebeos, mi padre trató de escurrir el bulto. “El objetivo de esta revista”, sentencié entonces, citando el lema de la serie, porque era un chico astuto y persuasivo, “consiste básicamente en educar entreteniendo”. Mi padre, sin levantar la vista del periódico, dijo: “El objetivo de tu revista es el mismo del de todas las revistas: vender lo más posible”.
   Aquel día empecé a volverme incrédulo. Es decir, me arrepentí de haber sido crédulo. Había sido presa de una pasión mental.


Las ofrendas

   Salí con ella de un seminario sobre la estructura de clase del lumpen proletariado. Recorríamos en coche una carretera que bordeaba la costa. Divisé en la playa exvotos, velitas y canastillos blancos. Ella me dijo que eran ofrendas a Yemanjá, la diosa de las aguas. Se apeó, caminó compungida hasta el borde del mar, estuvo allí un momento sin hablar. Le pregunté si creía en aquello. Me preguntó con rabia cómo podía suponerlo. Después añadió:
   —Mi abuela me traía a la playa e invocaba a la diosa para que yo pudiese crecer hermosa, buena y feliz. Pues bien, yo no lo creo, pero es verdad.


Ma gavte la nata

   Una persona arrogante y engreída está hinchada por su propia presunción. Esa inmoderada autoestima mantiene en vida el cuerpo dilatado únicamente porque un tapón, metido en el esfínter, impide que toda esa aerostática dignidad se disipe, habida cuenta de lo cual, al invitar al sujeto a que se quite ese corcho, se le condena a ejecutar su propio e irreversible desinflarse, que suele ir acompañado de un silbido muy agudo y a resultas del cual la envoltura del sujeto queda reducida a poca cosa, imagen descarnada y fantasma exangüe de la originaria majestad.



La ocasión

   Habíamos arrojado el guante a los de la Acequia y habían aceptado nuestro desafío. El combate se libraría en territorio neutral, detrás de la estación, aquella noche, a las nueve.
   En las horas previas, todos nos sentimos héroes. Era la excitación que precede al ataque: acre, dolorosa, espléndida. Íbamos a inmolar nuestra juventud, como nos habían enseñado en la escuela.
   Llegado el momento, nos precipitamos dando alaridos. El grupo más audaz se lanzó sin miedo hacia adelante, mientras yo y, por suerte para mí, algunos otros, moderamos el paso y nos apostamos detrás de las esquinas, observando de lejos. Fue una especie de distribución espontánea: los audaces delante, los cobardes detrás. Y, desde nuestro refugio, el mío más distante que el de los otros, observamos el combate. Que no tuvo lugar.
   Cuando llegaron a pocos metros uno del otro, ambos grupos se mostraron los dientes; luego se adelantaron los jefes y parlamentaron. Fue una Yalta: decidieron dividirse las zonas de influencia y tolerar el tránsito ocasional, como entre moros y cristianos en Tierra Santa. Cada uno había demostrado su valía. En armonía se retiraron, cada uno por su parte. Se retiraron hacia sus posiciones.
   Yo sólo me sentí cobarde. Ahora, más cobardemente que entonces, pienso que, si me hubiese lanzado al ataque con los otros, no habría arriesgado nada, y habría vivido mejor todos estos años. Perdí la ocasión, a los doce años.


La voz de la verdad

   Te telefoneé. Estabas en casa, con el Otro. Pasé una noche de insomnio. Todo estaba claro: no podía soportar que estuvieses con él.
   Los seis meses que siguieron fueron dramáticos: yo te perseguía, te pisaba los talones, trataba de destruir tu convivencia, te decía que quería que fueses toda para mí, intentaba persuadirte de que odiabas al Otro. Empezaste a reñir con el Otro, el Otro comenzó a ponerse exigente, celoso, no salía por la noche; cuando estaba de viaje, telefoneaba dos veces al día, y en plena noche. Una noche te dio una bofetada. Me pediste dinero porque querías huir; saqué lo poco que tenía en el banco. Abandonaste el lecho conyugal, te marchaste a la sierra con unos amigos, sin dejar las señas. El Otro me telefoneaba desesperado, para preguntarme si sabía dónde estabas; yo no lo sabía, y parecía que estaba mintiéndole, porque le habías dicho que lo dejabas para irte conmigo.
   Cuando regresaste, me anunciaste radiante que le habías escrito una carta de despedida. En ese momento, me pregunté qué sucedería entre mi novia y yo, pero no me dejaste tiempo para inquietarme. Me dijiste que habías conocido a un tipo con una cicatriz en la mejilla y un apartamento muy bohemio. Te irías a vivir con él.
   —¿Ya no me quieres?
   —Todo lo contrario, eres el único hombre de mi vida, pero, después de lo que ha sucedido, necesito vivir esta experiencia. No seas infantil, trata de entenderme. En el fondo, he dejado a mi marido por ti. Tienes que entender que cada uno necesita su tiempo.
   —¿Su tiempo? ¡Me estás diciendo que te marchas con otro!
   —Eres un intelectual, y de izquierdas, no te comportes como un mafioso. Hasta pronto.


Fabuladores

   Mateo, Lucas, Marcos y Juan son una banda de juerguistas que se reúnen en alguna parte y deciden hacer una apuesta. Se inventan un personaje, se ponen de acuerdo acerca de unos pocos hechos esenciales y el resto, que se lo monte cada uno, después se verá quién lo ha hecho mejor. Más tarde, los cuatros relatos caen en manos de los amigos, que comienzan a pontificar: Mateo es bastante realista, pero insiste demasiado en esa historia del Mesías; Marcos no está mal, pero es un poco caótico; Lucas es elegante, eso no puede negarse; Juan se pasa con la filosofía...
   Pero, bueno, los libros gustan, pasan de mano en mano y, cuando los cuatro se dan cuenta de lo que está sucediendo, ya es demasiado tarde: Pablo ya ha encontrado a Jesús en el camino de Damasco; Plinio inicia su investigación por orden del preocupado emperador; una legión de apócrifos finge que también ellos están en el ajo...; a Pedro se le sube el triunfo la cabeza, se toma en serio; Juan amenaza con decir la verdad; Pedro y Pablo le hacen apresar, le encadenan en la isla de Patmos, y el pobrecillo empieza a desbarrar: ve a las langostas en la cabecera de la cama, que se callen esas trompetas, de dónde sale toda esta sangre... Y los otros van diciendo que bebe, la arteriosclerosis, ya sabe...


Agartha

   En Agartha hay ciudades subterráneas. Debajo de ella, y dirigiéndose hacia el centro, hay cinco mil pandits que la gobiernan; lógicamente, la cifra de cinco mil evoca las raíces herméticas de la lengua védica. Y cada raíz es un ideograma mágico, vinculado con una potencia celeste y sancionado por una potencia infernal. La cúpula central de Agartha está iluminada desde lo alto por un sortilegio de espejos que dejan pasar la luz sólo a través de la gama enarmónica de los colores, de la que el espectro solar de nuestros tratados de física apenas representa la diatónica. Los sabios de Agartha estudian todas las lenguas sagradas para llegar al Vattan, la lengua universal. Cuando abordan misterios demasiado profundos, se alejan del suelo y levitan hacia lo alto, y se fracturarían el cráneo contra la bóveda de la cúpula, si sus hermanos no les retuviesen. Fabrican los rayos, orientan las corrientes cíclicas de los fluidos interpolares e intertropicales, las derivaciones de las interferencias en las diferentes zonas de latitud y longitud de la Tierra. Seleccionan las especies y han creado animales pequeños pero con capacidades psíquicas extraordinarias, que tienen espalda de tortuga y una cruz amarilla sobre ella, y un ojo y una boca en cada extremidad. Animales pólipodos que pueden moverse en todas direcciones.