domingo, 13 de junio de 2021

290. 2002 cuentos publicados (1001 - II)

 
De lo quel’ conteció a un homne que habían de alimpiar el fígado
   Don Juan Manuel (España)

   Un homne era muy mal doliente, assí quel’ dixieron los físicos que en ninguna guisa non podía guarescer si non le feziessen una abertura por el costado, et quel’ sacassen el fígado por ella, et que lo lavassen con unas melecinas que había mester, et quel’ alimpiassen de aquellas cosas porque el fígado estaba maltrecho. E estando él sufriendo este dolor et teniendo el físico el fígado en la mano, otro homne que estaba y cerca dél començó a rogarle quel’ diesse de aquel fígado para un su gato.
(El conde Lucanor. 1335)


La muerte de Chang-yong
   Hi Kang (China)

   Cuando el viejo Chang-yong estaba a punto de morir, Lao Tsé se acercó a su lecho y le dijo: 
   —¿No tienes nada que revelarme?
   Abriendo la boca, el moribundo preguntó: 
   —¿Todavía tengo lengua?
   —Sí —dijo Lao Tsé.
   —¿Y mis dientes?
   —Todos los has perdido —respondió Lao Tsé.
   Chang-yong volvió a preguntar:
   —¿Te das cuenta de lo que esto significa?
  —Tal vez quieras decirme —repuso Lao Tsé— que los fuertes mueren y los débiles sobreviven.
   —Así es —dijo el viejo maestro— y con esto hemos agotado todo lo que hay que decir sobre el mundo y sus criaturas.
   Y murió.



Problema social
   Julián Sánchez Caramazana (España)

   Se tuvo que suprimir la Ley del Talión ante la falta de ciudadanos a los que les quedase algún ojo o algún diente.
(Venidos del miedo)


Acostada
   Juan Rulfo (México)

   Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía a su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos.
   Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño. Creo sentir la pena de su muerte… Pero esto es falso.
   Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.
(Pedro Páramo. 1955)


Casa de espejos
   Fredy Yezzed (Colombia)

   —¿Y tú quién eres, el de allá, el del aliento a flores?
   —Ricardo Reis, caballero.
   —¿Y tú, el de la mirada taciturna y el perfil suicida?
   —Álvaro de Campos, caballero.
   —¿Y tú, el que parece consumido por la llama del amor?
   —Alberto Caeiro, caballero.
   —¿Y tú, el de actitud de bibliotecario ensimismado?
   —Bernardo Soares, caballero.
   —Ah, ya entiendo su juego, ¿o sea que yo soy Fernando Pessoa?
   —…
   Esta vez los reflejos prefirieron no responder, dudaban de que esa fuera la verdad.
(Microsagas)


El rabino que terció en la disputa
   Anónimo

   Dos hombres acudieron a un rabino anciano para dirimir una disputa. Tras escuchar al primero, el rabino le dice: «Tienes razón». El segundo insiste en ser escuchado; el rabino así lo hace, y le dice: «Tú también tienes razón». Entonces la mujer del rabino, que escuchaba desde otra habitación, le increpa: «¡Pero no pueden tener razón los dos!». El rabino reflexiona, asiente, y concluye: «También tú tienes razón».
(Citado por el físico Carlo Rovelli en Siete breves lecciones de física)


El mono del organillero
   Herman Mankiewicz (USA)

   Es corto de estatura y por ser un animal salvaje se asombra del mundo que lo rodea. Todas las mañanas una anciana lo viste con ropas elegantes: un chaleco de terciopelo adornado con botones de perlas, un hermoso gorro rojo con borla de seda, zapatos brocados con punta curvada y una cadena color oro colgada del cuello. Cada vez que actúa, piensa: “Debo ser un mono muy poderoso, todo el mundo quiere verme bailar y siempre me acompaña esta caja de música y, con ella, este pobre hombre esclavizado. Si yo decidiera no bailar, este triste limosnero de la calle moriría de hambre, pero cada vez que yo decido bailar, él debe tocar, le guste o no”.
(film Mank, 2020)


Un mensaje imperial
   Franz Kafka (República Checa)

   El Emperador —tal va una parábola— te ha mandado, humilde sujeto, que eres la insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un mensaje: el Emperador desde su lecho de muerte te ha mandado un mensaje para ti únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado que está correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte —toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio—, ante todos ellos él ha mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca en su viaje; es un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.
   Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio —pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder—, la capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimentos. Nadie podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas te sientas tras la ventana, al caer la noche, y te lo imaginas, en sueños.


Los telegrafistas
   Gabriel García Márquez (Colombia)

   El telegrafista contó las palabras. El médico no le puso atención. Estaba pendiente de un voluminoso libro abierto junto al manipulador. Preguntó si era una novela.
   —Los miserables, Víctor Hugo —telegrafió el telegrafista. Selló, la copia del telegrama y regresó a la baranda con el libro—. Creo que con éste demoramos hasta diciembre.
   Desde hacía años el doctor sabía que el telegrafista ocupaba sus horas libres en transmitirle poemas a la telegrafista de San Bernardo del Viento. Ignoraba que también leyera novelas.
   —Ya esto es en serio —dijo, hojeando el manoseado mamotreto que despertó en su memoria confusas emociones de adolescente—. Alejandro Dumas sería más apropiado.
   —A ella le gusta éste —explicó el telegrafista.
   —¿Ya la conoces?
   El telegrafista negó con la cabeza.
   —Pero es lo mismo —dijo—; la reconocería en cualquier parte del mundo por los saltitos que da siempre en la erre.
(La mala hora, 1962)


Consejos a la niñera
   Jonathan Swift (Irlanda)

   Si uno de los niños está enfermo, dele de comer y beber lo que él quiera, aunque el doctor lo haya prohibido especialmente; ya que cuando estamos enfermos, lo que ansiamos es lo que nos mejorará; y tire el remedio por la ventana; así el niño le tomará cariño a usted; pero adviértale que no cuente. Haga otro tanto con su Señora cuando esté enferma y ansíe algo, y asegúrele que le hará bien.
   Si su Señora viene al cuarto de los niños y amenaza con castigar a uno de ellos, arránquele la criatura de las manos, enfurecida, y dígale que es la madre más cruel que ha visto nunca. Ella la reprenderá, pero le cobrará mayor afecto. Cuéntales a los niños historias de fantasmas cuando se ponen a llorar, etc. etc.
   No olvide destetar a los niños, etc. etc.