domingo, 4 de abril de 2021

285. Fernando Pessoa IV

 
Certeza
   Fernando Pessoa
   
   Cualquier individuo, por seguro que se sienta, no puede jurar con absoluta conciencia intelectual, no sólo que tal individuo de sexo masculino sea su padre, sino que el otro de sexo femenino sea su madre. Para creer que quien es tenido por su padre lo sea realmente, lo más que tiene es, al no constarle que su madre hubiera traído al supuesto padre, que crea que no lo hizo nunca. Para tener seguridad intelectual de que tal individuo es el padre de otro, habría que haber asistido al acto fundacional, haber inspeccionado de cerca la fecundidad —de modo que tuviera la certeza— e, incluso así, quedaría la idea de paternidad metafísicamente considerada para embarullar aún más el asunto. Cuando un individuo no puede afirmar que tal mujer es su madre, ¿quién puede asegurar que una vez parido por ella un ser masculino, no ha sido cambiado por otro parido por la criada, por ejemplo y como hipótesis? Lo más que podemos afirmar es que tal cosa parece improbable o acaso que resulta menos probable que la hipótesis contraria. Pero certeza absoluta no la hay.
(Cuentos. Páginas de espuma)

Fernando Pessoa

Destino
   Bernardo Soares (heterónimo)

   Veo en la calle el cuerpo núbil de una muchacha. Por un momento, supongo lo que pasaría si fuese mío. Pero, a diez pasos, ella encuentra a un hombre que veo que es su marido o su amante.
   Un romántico haría de esto una tragedia; un extraño sentiría esto como una comedia. Yo, sin embargo, mezclo las dos cosas, pues soy romántico en mí y extraño a mí, y vuelvo la página hacia otra ironía.
(Libro del desasosiego)


El secreto de Roma
   Fernando Pessoa
 
   Cuando César llegó con retraso al campo de […] raudos alzaron ante él la cabeza de Pompeyo. César derramó lágrimas y todos se sorprendieron. El que alzó la cabeza, la bajó un poco; estaba atónito y, por si fuera poco, le pesaba por mantenerla alzada con un brazo largo.
   —¿Es lo que vale una victoria? —preguntó César.
   —Es cierto —respondió el que le seguía, sin saber mucho qué decir.
   Y César continuó:
   —Fue mi amigo, me compañero, era romano y soldado…
   Y después:
   —He llegado tarde…
   El compañero esbozó un gesto vacío y César volvió la espalda inclinada de dolor.
   —He llegado tarde —repitió—; habría querido matarlo con mis propias manos.
(Cuentos. Páginas de espuma)

Reloj
   Alberto Caeiro (heterónimo)

   Me despierto de noche de repente, y mi reloj ocupa toda la noche. No siento la Naturaleza afuera. Mi cuarto es una cosa oscura con paredes vagamente blancas. Afuera hay un sosiego como si nada existiese. Sólo el reloj prosigue su ruido. Y esta pequeña cosa de engranajes que está encima de mi mesa sofoca toda la existencia de la tierra y del cielo…
   Casi me pierdo pensando lo que esto significa, pero me vuelvo y me siento sonreír en la noche con las comisuras de los labios, porque la única cosa que mi reloj simboliza o significa, llenando con su pequeñez la noche enorme, es la curiosa sensación de llenar la noche enorme con su pequeñez… Y esta sensación es curiosa, porque sólo es para mí para quien llena la noche con su pequeñez.
(El guardador de rebaños)


La inutilidad de dar consejos
   Fernando Pessoa

   Yo no aconsejo. Colecciono sellos. Para dar consejos, es necesario estar completamente seguro de que los consejos son buenos y, para eso, es necesario estar seguro (de lo que nadie en absoluto lo está) de estar en posesión de la verdad. Y luego es necesario saber si esos consejos se adaptan al individuo al que se le dan, para lo cual es necesario conocer toda su alma, lo que casi nunca es posible. Y también hay que tener en cuenta que el modo de dar consejos debe adaptarse exactamente a aquella alma; se aconsejan a veces cosas que no quieren que se hagan para que, combinadas con elementos del alma aconsejada, se obtenga el resultado que se desea. Sólo la gente muy ingenua da consejos.
(Cuentos. Páginas de espuma)


Fábula inmoral
   Fernando Pessoa

   —Sí —dijo el rubio—, fue la mejor mujer que conocí.
   Me callé, que era lo que convenía. Hay opiniones que son como los regalos que no damos: no pueden darse (como las mujeres guapas).
   —¿Era morena? —pregunté al fin, agotados los efectos del silencio, y porque soy psicólogo.
   —No, era mi mujer —respondió el hombre tan rubio.
   —Gracias —dije yo.
   Y continuamos parapetados en el silencio, satisfechos ambos con la vida.
(Cuentos. Páginas de espuma)


Aventura amorosa
   Álvaro de Campos (heterónimo)
   
   Fue en Barrow in Furness, que es un puerto en la costa occidental de Inglaterra. Allí, cierto día, después de un trabajo de arqueo, estaba yo sentado sobre un barril, en un muelle abandonado. Acababa de escribir un soneto —eslabón de una cadena de varios— en el que el hecho de estar sentado en ese barril era un elemento de construcción. Se me aproximó una muchacha, por así decir —alumna, según después supe, del liceo (High School)—, y entró en conversación conmigo. Vio que estaba escribiendo versos y me preguntó, como en estas ocasiones se acostumbra a preguntar, si yo escribía versos.
   Respondí, como en estos casos se  responde, que no.
   La tarde, según su obligación tradicional, caía lenta y suave. La dejé caer.
   Es conocida la índole portuguesa y el carácter propicio de las horas, independientemente de las índoles y de los portugueses. ¿Fue esto una aventura amorosa? No alcanzo a decirlo. Fue una tarde, en un muelle lejos de la Patria; y hoy es, ciertamente, un recuerdo de oro oscuro. La vida es extremadamente compleja, y los azares son, a veces, necesarios. El cuento no tiene moral, desde el principio. El oro oscuro quedó húmedo y la tarde cayó definitivamente.
(Poemas de Álvaro de Campos II. Tabaquería)