domingo, 29 de noviembre de 2020

276. Minicuentos populares rusos II

Sopa de hacha

   Fue una vez un soldado a alojarse en casa de una vieja que vivía sola.
   —¡Hola, anciana! —dijo—. ¿Puede usted darme algo de comer?
   —Ahí en ese clavo puedes colgar tus cosas —contestó la vieja.
   —¡Oye! ¿Es que tienes tapados los oídos?
   —Sí, puedes irte a acostar.
   —Espera un poco, mala bruja: ya te curaré yo la sordera —dijo entonces el soldado, metiéndole por los ojos los apretados puños—. ¡Basta de bromas y pon el mantel en la mesa!
   —Si no tengo nada, hijo.
   —¡Hazme una sopa! —replicó el soldado.
   —Pero ¿con qué hijo mío?
   —Pues dame un hacha. Yo lo haré con ella.
   —¡Vaya una cosa más rara! —dijo para sí la vieja—. ¡A ver cómo un hacha va a hacer una sopa!
   Pero, en fin, trajo el hacha. La cogió el soldado y la metió en una marmita que puso al fuego, y ya tenemos el hacha hierve que te hervirás.
   A poco, probó el soldado el agua con una cuchara y dijo:
   —La sopa sería de primera si le echara un poco de cebada.
   Y la vieja trajo la cebada. El soldado se la echó a la olla. Al rato, la probó y dijo:
   —¡Perfectamente! No le falta más que un poco de mantequilla.
   La trajo la vieja. La marmita siguió al fuego con aquel aditamento y, al cabo de algún rato, el soldado dijo la vieja:
   —Ahora traes pan y sal, dos platos, dos cucharas y vamos a comer.
   No dejaron ni un poco en la marmita.
   —Pero ¿cuándo comeremos el hacha? —preguntó la infeliz vieja.
   —No está aún bastante cocida —respondió el soldado—. Ya acabaré yo de hacerla cocer en el camino: me servirá de desayuno mañana.
   La metió en su saco, le dijo adiós a la vieja y marchóse a otro pueblo 
  
Baba Yaga

Dios y el párroco

   Un párroco cuidaba con devoción de su iglesia, y un día le regaló a su santuario un candelabro maravilloso, con una vela muy grande. Entonces, apareció delante de él Dios y, como premio, prometió anunciarle tres veces, antes de llevárselo de este mundo.
   El párroco se alegró mucho. Empezó a vivir con lujos y fiestas; comía y bebía, aprovechando la despensa de la iglesia. Y dejó de pensar en la muerte. Pasaron varios años, y su cuerpo empezó a no soportar más la vida que llevaba: se le doblaron las rodillas, se le encorvó la espalda, y tuvo que ayudarse con una muleta. Más tarde, perdió la vista y, después, el oído. Jorobado, ciego y sordo, siguió viviendo con el desenfreno y el lujo de antaño.
   Al fin se presentó Dios ante él para llevárselo. Desconcertado, el párroco le reprochó a Dios no haberle dado los avisos prometidos.
   Enfadado, el Señor le dijo:
   —¡Fui yo quien te dio un golpe en los hombros y en las rodillas hasta que tuviste que doblegarte! ¡Yo puse mi dedo en tus ojos, hasta que te quedaste ciego! ¡Y yo toqué tus oídos para que te quedases sordo! Así que he cumplido la promesa. Ahora, ¡sígueme!
   El párroco empezó a rogar humildemente que le perdonara. Aseguraba no haber entendido el sentido de sus advertencias, y no encontrarse preparado para morir. El Señor miró con dulzura al pecador arrepentido y dijo:
   —Vámonos, vámonos. No quiero ser más justo que misericordioso contigo.


Potanka

   Una mujer preparó levadura sin pedir que Dios la bendijera. Llegó corriendo el diablo Potanka y se metió en la levadura. Más tarde, la mujer se acordó de que no había pedido la bendición, regresó y bendijo la levadura. Así, Potanka no pudo ya a salir de la tinaja. La mujer coló la levadura y tiró los desechos a la calle. Potanka se quedó allí enredado. Los cerdos lo empujaron de un lado para el otro, pero él no fue capaz de soltarse. Sólo al cabo de tres días, pudo despegarse de aquello y escapar. Llegó jadeando a donde estaban sus compañeros, y éstos le preguntaron:
   —Pero, ¿dónde has estado?
   —¡Maldita sea esa mujer!, dijo. Ha hecho levadura sin santiguarse. Llegué y me metí dentro. Y, de repente, viene y me persigna. A duras penas logré escapar, y sólo al cabo de tres días. Los cerdos me estuvieron empujando de un lado para otro, y yo no podía soltarme. De aquí en adelante, jamás en la vida volveré a meterme dentro de la levadura de la mujer.


Trilla milagrosa

   Una noche invernal y de mal tiempo, marchaban por un camino Iván el Misericordioso y los doce apóstoles. Hacía demasiado frío como para pernoctar en el campo, de modo que llamaron a la puerta de una casa. El campesino los dejó entrar, a condición de que, al día siguiente, bien temprano, le trillaran varias gavillas de centeno.
   Por la mañana, el amo los llamó. Los apóstoles se levantaron y se dispusieron a marchar a la era. Pero Iván el Misericordioso les convenció de dormir un poquito más. El campesino esperó un rato, luego cogió un látigo, entró en la isbá y se puso a dar latigazos al que se hallaba en el extremo cercano. Era Iván el Misericordioso, el cual gritó:
   —¡Basta! ¡Ya vamos!
   El campesino se marchó. Los apóstoles comenzaron levantarse. Pero Iván el Misericordioso les convenció a todos, otra vez, de descansar un poco más. Pero caviló: “A ver si viene de nuevo este campesino y se pone a dar golpes al primero”, y se escondió detrás de los demás. El campesino esperó un ratito, volvió a la isbá con el látigo y pensó: “¿Por qué voy a tener que pegar a la misma persona? Golpearé al que se encuentra detrás de todos”. Y empezó a dar latigazos al que se hallaba detrás.
   Apenas se marchó el campesino, convenció Iván el Misericordioso por tercera vez a los apóstoles de no levantarse, y se metió en medio de todos. El amo siguió a la espera, pero los forasteros no acudían. Volvió a la isbá con el látigo. Entró y pensó: “Bueno, el que está delante ya recibió lo suyo; el que está detrás, también. Voy a darle ahora su merecido al que está en medio”. Y, otra vez, recibió los latigazos Iván el Misericordioso, quien, ahora sí, pidió a los apóstoles que fueran a ayudar al campesino.


El hermano de Cristo

   Un campesino tenía un hijo muy bueno y muy religioso. Un día, el hijo le pidió permiso para peregrinar. Anduvo y anduvo, y llegó hasta una casita donde un anciano que oraba arrodillado. Se pusieron juntos delante de los iconos, y rezaron durante mucho tiempo. Al terminar sus oraciones, el anciano le dijo que se hermanaran. Así lo hicieron. Luego, se despidieron y cada uno se fue por su camino. En cuanto el hijo del campesino regresó, el padre decidió esposarlo. 
   —No quiero casarme, padre mío —dijo—. Permíteme servir el resto de mi vida a Dios.
   Pero el Padre no quería ni oír hablar de aquello. Le buscó una novia, pidió la mano y le ordenó a su hijo casarse. El hijo reflexionó y se marchó de casa. Anduvo durante algún tiempo, y se encontró con el anciano con quien se había hermanado. El anciano lo llevó a su jardín. Al hijo del campesino le pareció que había estado allí unos tres minutos. Pero, cuando regresó a su pueblo, vio que todo había cambiado. Preguntó al sacerdote dónde estaba la antigua iglesia, y dónde se encontraba la gente que vivía antes allí. Especialmente, preguntó por la novia que fue abandonada por su novio en el altar. El sacerdote cogió los libros de la iglesia, los miró y dijo:
   —Eso fue hace unos trescientos años.
   Después interrogó al hijo del campesino: quién era, de donde había venido. Y, cuando estuvo enterado de todo, ordenó a sus sacristanes que se prepararan para servir la misa:
   —Este hombre —dijo— es el hermano de Cristo.
   Cuando la misa estaba a punto de terminar, el hijo del campesino empezó a perder tamaño, hasta desaparecer en el momento en que la misa terminó.


Visita al infierno

   Al joven a quien Dios llevó de visita al infierno, un anciano le instó:
   —Cuéntame lo que has visto.
   —Vi un puente de plata —contesta el peregrino—. Bajo el puente había una caldera enorme donde hervían cabezas humanas. Sobre ellas volaban águilas que las sometían a tortura con sus picos.
   —Ese es el eterno tormento que hay en el otro mundo. ¿Qué más has visto?
   —Después pasaba yo por un pueblo donde se oían alegres canciones y diversión. Pregunté: “¿A qué se debe esta alegría?”. Me contestaron que habían tenido una muy buena cosecha, y que vivían en la abundancia.
   —Es la gente de Dios: están dispuestos a dar de comer a todo el mundo; ningún pobre se alejaba de sus casas sin quedar bien atendido.
   —Después vi a dos perras que se peleaban en un camino. Quise separarlas, pero no logré hacerlo.
   —Eran dos nueras. ¿Qué pasó después?
   —En otro pueblo, vi lágrimas y tristeza. “¿Por qué estáis tan tristes?”, pregunté. Y me contestaron: “Porque el granizo estropeó nuestros campos, y ahora ya nada nos queda”.
   —Allí es donde vive la gente que no conoce la sinceridad.
   —Después vi cómo se peleaban dos cerdos. Quise separarlos, pero no logré hacerlo.
   —Se trata de hermanos que no estaban de acuerdo. ¿Qué más viste?
   —Estuve en una pradera maravillosa. Podría estar allí tres días sin moverme, contemplando tanta hermosura.
   —Es el paraíso, en el otro mundo; pero es difícil llegar ahí.
   
   
El ermitaño y los diablos

   Un ermitaño, que había estado rezando durante treinta y tres años seguidos, vio que a la casa del zar acudían los diablos. Un día, el diablo cojo, Potanka, se quedó rezagado. El ermitaño salió y le preguntó a dónde se dirigían todos los días.
   —Vamos a casa del zar a comer. Sus cocineros lo preparan todo sin santiguarse, ¡lo cual nos gusta mucho!
   Como de la casa del zar le traían comida todos los días, escribió en los platos vacíos que los diablos iban a comer a la mesa del zar. Cuando éste vio lo que le había escrito el ermitaño, reemplazó a todos los criados que tenía en la cocina por gente devota que, al dar inicio a cualquier tarea, decía:
   —¡Que Dios nos bendiga!
   Pronto vio el ermitaño de nuevo a los diablos: habían marchado al palacio alegres y felices, pero venían de regreso tristes y decepcionados. 
   Volvió a preguntar a Potanka por qué regresaban tan apenados. 
   —¡Ten la boca cerrada! ¡Ya te lo haremos pagar!
   Después de aquel encuentro, dejó el ermitaño de ver a los diablos. Un día, llegó a su casa una mujer piadosa, y él le preguntó quién era y de dónde venía. Entablaron conversación, tomaron vino, se emborracharon y acordaron casarse.
   Fueron a la iglesia, ya lo tenían todo arreglado. Dio inicio la ceremonia. Cuando estaban a punto de ponerles las coronas, se santiguó el ermitaño. Los diablos se echaron atrás, y él vio delante de sí una soga que estaba dispuesta para ahorcarle.
   Después de aquel suceso, se pasó rezando otros treinta y tres años.
   
(Salvo "la sopa de hacha", Compila Alexandr Nikoláievich Afanásiev)