domingo, 1 de noviembre de 2020

274. Luis Vidales (1904-1990)


Por antigüedad y estilo de escritura autoconsciente, debemos reconocer al poeta Luis Vidales como el fundador del minicuento en Colombia. Con su libro Suenan timbres, publicado en 1926, Vidales no sólo se puso en sintonía con los vanguardistas del continente americano, sino que instauró en Colombia una escritura heteróclita, caracterizada por la extrema brevedad, el humor, la paradoja y la ironía. Una escritura que se resistía a ser ubicada en el horizonte genérico literario de la época y que se acercaba a la sentencia, el poema, el epígrafe, el apólogo, la greguería y el chiste, entre otros.
Henry González
(«El minicuento en la literatura colombiana», Folios, 14. Universidad Pedagógica Nacional, 2001)
Los textos son tomados de Suenan timbres (1926)


Música de mañana

   La máquina de escribir es un pequeño piano de teclas redondas.
   Vendrán grandes “virtuosos” de la máquina de escribir.
   Serán gentes de largas melenas y de ojos melancólicos.
   En las noches de luna. Sonatas. Y nocturnos. Y gigas. Vibrarán las máquinas de escribir.
   Y su ritmo —bajo las estrellas— nos llenará el alma de deseos y de recuerdos.


El teléfono

   El teléfono es un pulpo que cae sobre la ciudad. Sus tentáculos se enredan en las casas. Con las ventosas de los tentáculos se chupa las voces de las gentes. De noche —se alimenta de ruidos.


El crimen perfecto

   Una noche soñé que había matado a una mujer. Paso los detalles. Cuando desperté leí en el periódico el relato del crimen tal y como yo lo había perpetrado. Me presenté a la policía. Se rieron de mí. Dicen que encontraron al criminal. ¡Qué va! Entonces ¿por qué me sigue remordiendo la conciencia?


El vecino de adentro

   Me lo encontré en la avenida. Su identidad conmigo era, como si dijéramos, escandalosa. Le dije: “¿Quién es usted?”. Y me soltó, susurrando las sílabas: “Luis Vidales”. Le grité, angustiado: “¡No! Yo soy Luis Vidales”. Y para asombro de mi parte, me respondió con aplomo: “¿Y quién lo contradice?”. Y en verdad, no tuve nada qué argüirle.


Los vigilantes

   Se hicieron íntimos. Un día, al descuido, Jhosef le dio a beber el vino maravilloso a Arthur, quien súbitamente se transformó en Jhosef. Un tiempo después, a Jhosef le ocurrió otro tanto: se convirtió en Arthur. Los dos —así— quedaron en su plata, pues ambos eran espías.


Super-ciencia

   Por medio de los microscopios, los microbios observan a los sabios.


La sombra I

   Yo quería estar solo. Subí las escaleras que conducen a mi habitación y tras de mí cerré la puerta para que nadie pudiese importunarme. ¡Qué supremo deleite! ¡Qué saludable alegría la de reunirme solo! Por un instante me sentí el más feliz de los hombres. Pero fue solo un instante. Luego, de reojo, noté que a mi lado había algo que alentaba acompasadamente con mis ademanes. Giré súbitamente sobre los talones y allí, sobre la pared de mi cuarto, se destacaba mi sombra, ¡como una segunda persona de mí mismo, como un ente que se nutría de mi propia vida!
   Empezó entonces mi batalla. Hice un ademán de desesperación, y la sombra, con inaudito descaro, manifestó su vitalidad levantando los brazos en la misma actitud de los míos. Me escondí tras la cortina, y ella se escondió conmigo. Di vueltas en redondo del cuarto, y ella me siguió como un relámpago negro. Ya no hubo en mi cerebro campo a la reflexión. Los nervios se me volvieron nudos debajo de la piel. Lleno de ira, empuñé el férreo cortapapel que reposaba tranquilo sobre mi escritorio, y con un paso lento, de asesino, me aproximé a mi sombra, inmensamente agrandada sobre el muro, y la cosí a puñaladas. ¡No exhaló la más leve queja! ¡Aquello fue como si mi mano hubiese asesinado al silencio!
   Desde aquella noche, abandoné para siempre la casa donde se desarrolló mi primer crimen. ¡Tal vez allí, contra la pared de mi cuarto —como una mariposa de la media noche— esté todavía clavada la sombra muerta!
(Del cuento «La sombra muerta»)