domingo, 15 de diciembre de 2019

251. Yotro


El asesino despistado
   Carlos Arturo Ramírez Gómez

   Me han ordenado asesinar a un hombre. Y, como todo asesino de respeto, he comenzado a acechar a mi víctima, para conocer sus costumbres. No obstante, el hombre carece de hábitos; es decir, no tiene actividades fijas diariamente. He anotado minuciosamente cada uno de sus movimientos y, en varios meses, no ha repetido uno solo de sus actos. No tiene rutinas predecibles. He fallado en varios intentos, pues en el punto y hora que le tiendo la emboscada, el hombre no aparece. En realidad, he perdido la cuenta del tiempo que llevo tras de su pista, esperando el golpe mortal. Hace un tiempo comprendí que, como no podía predecir su comportamiento, había de repetir sus actos, uno por uno, hasta que coincidiera con él en el sitio y hora correctos para su muerte. Desde entonces, llevo una vida paralela a la de él. Hacemos los mismos movimientos; cada minuto, cada segundo. Ayer lo vi y sin saber cómo, nos miramos de frente, y no sé por qué sentí temor. A veces pienso que es él quien me persigue. Hoy por hoy no sé cuál de los dos apretará el gatillo.
(“Invenciones y artimañas”. En: Minicuentos, 1999)


Alonso Jiménez
Doble personalidad
   Virgilio Díaz Grullón (Republica Dominicana)

   Cuando el siquiatra le explicó que sufría de un desdoblamiento de la personalidad, rechazó completamente tan absurda idea. Pero, ya de regreso a su casa, comenzó a tener experiencias extrañas. Dos personas conocidas le saludaron con un nombre que no era el de él y otras dos, desconocidas, le dirigieron al cruzarse en su camino torvas miradas de rencor. Al llegar a su casa trató de abrir la puerta y la cerradura no respondió al estímulo de su llave. Oprimió entonces el timbre y, al entreabrirse la puerta, vio asomarse el rostro de su madre con una mirada de desconfianza y de tan absoluto desconocimiento que lo dejó paralizado. Convencido ya de que no era él mismo, retornó corriendo al consultorio del siquiatra para reclamarle la devolución de su otra personalidad. Pero fue inútil su esfuerzo, porque éste tampoco lo reconoció y lo envió directamente al manicomio con una pareja de policías.


  Él
   Triunfo Arciniegas

   Al tocar las hojas, el hombre descubrió que habían leído sus libros y su diario. Habían usado su estilógrafo y su papel higiénico, su silla y sus ademanes. No pensó quién, pero debía tratarse de una sola persona, que además había tomado el cepillo de dientes y el cortaúñas, las pantuflas y el espejo. Alguien parecía esperar detrás de la puerta: abrió deprisa todas las puertas. Más allá de una puerta inalcanzable, alguien. Desesperado, buscó en cada objeto de su cuarto las huellas delatoras. Gritó, manoteó el aire enrarecido, pateó una silla. Hastiado, cansado, desistió. Entonces reconoció que habían usado sus pensamientos y sus sueños. Invadido, inútil, avergonzado, se desnudó sin ganas y apagó la luz. En la espera del sueño supo que habían hecho el amor con su cuerpo y se maldijo.
(Noticias de la niebla)


Las manos
   Leopoldo Berdella de la Espriella

   Cinco, diez, doce, muchos días —no recordaba cuántos, puesto que ya no tenía memoria sino para su propio miedo—, llevaba en el mismo trajín. Dos manos misteriosas salían intempestivamente de la penumbra de su habitación, y trataban de estrangularlo. Cuando ya toda resistencia le parecía inútil y empezaba a experimentar los primeros síntomas de asfixia, accionaba el interruptor. Un calor desconocido lo empapaba entonces desde la mollera hasta el último recoveco de su existencia, sumiéndolo en la incertidumbre y el desconcierto.
   Esa noche, preocupado, se propuso sorprenderlas. Bebió agua de azúcar y masticó hojitas tiernas de toronjil para reforzar el sueño, leyó las dos primeras páginas de la primera parte de El Extranjero de Camus, apagó la luz, y se acostó con la última campanada de las once. Al rato, cuando ya el mundo era silencio, cantos de pájaros nocturnos y ruidos esporádicos de grillos y de sapos, sintió que las manos se acercaban decididas, apartando recuerdos que él mismo había repartido durante mucho tiempo en cuotas mínimas de miedo por el cielo raso y las hendiduras en las paredes, el piso de las tablas y los rincones más oscuros de la habitación.
   Fuertemente, con el terror convertido en un coraje sin precedentes, agarró las manos asesinas por las muñecas, y las inmovilizó en el aire. Forcejeó, luchó, jadeó. Y maldijo. Poco después, cuando creyó haberlas dominado, trató de soltarlas con brusquedad para buscar el interruptor, pero sus manos estaban tensas, inmóviles, intentando zafarse a toda costa de una fuerza extraña que no les permitía acercarse a su garganta.
(Ekuóreo No. 15, 1981)


Alonso Jiménez
El enemigo
   Henry Zuluaga

   Un hombre presiente que tiene un mortal enemigo, que lo asecha —cree él— en la oscuridad, en un rincón, en la soledad de una calle. Decide encerrarse en su casa; asegura las entradas, clausura las ventanas; sin embargo, su miedo crece. Por la noche duerme mal; se despierta sobresaltado, bañado en sudor, tiene un revólver en la mano —el dedo en el gatillo— apuntando a su cabeza. Descubre entonces que el enemigo mortal es él mismo.
(Segunda antología del cuento corto colombiano)


El hombre de negro
   Javier Navarro

   Desde hace algún tiempo recorre la ciudad un hombre misterioso, elegantemente vestido de negro y por completo inaccesible. De día es imposible encontrarlo y los que más saben de él, insinúan que desaparece cuando lo toca la luz del sol aunque sea sólo con levedad. Intrigado, cambié los hábitos que la decencia y la buena cortesía obligan, comenzando a dormir durante el día, a alimentarme poco y a buscar en la noche tensa a ese hombre inasible.
   Me vestí con pulcritud y esmero, de negro, y crecía en mí la esperanza de hallarlo en no se sabe qué sórdido rincón. Me iba haciendo más huraño, separándome de la gente común que nada podía ofrecerme; quería encontrar al enigmático caballero cuya presencia apenas aleteaba oscura en las esquinas desoladas, en los bares solitarios, en las altas terrazas, recortado por la luz de la luna, acompañado de ruidos vaporosos que cortaban el aire con su cuchillo agudo y su frufrú de seda. Reconozco que mi comportamiento se hizo tan extraño y tan parecido al objeto de mi pesquisa que algunos comenzaron a confundirme con él, el hombre misterioso. Obviamente, yo sé que no soy él, pero ellos no lo saben. Hoy a las cinco de la mañana percibí un ruido ligero a mis espaldas. Cuando me volví pude ver, a dos metros de mí, un pie que desaparecía, pero tuve miedo de seguirlo y me oculté asustado en el zaguán. El vidrio de un almacén próximo reflejaba mi imagen débilmente y observé en mi rostro una mirada penetrante y altiva que no era la mía y una sonrisa maliciosa que en ese momento no podían, estaba seguro de ello, expresar mis labios. Angustiado abandoné el lugar y la imagen desapareció lanzando una irónica mirada que todavía odio. Sentí que alguien me seguía y me detuve con la esperanza de vencer mi temor al enfrentarlo, pero mi persecutor, en el momento en que yo cruzaba la esquina para retomar luego mis pasos, se refugió en un amplio portalón que servía de entrada a un almacén de ropa femenina, y su figura, quieta y lívida, podía verse a través de la vidriera como un insólito maniquí masculino. Lo miré fijamente y no pude evitar la sonrisa que me producía su aparente temor y lo inhábil de su huida. Pero dio de repente un salto ágil y fiero como si fuera la última oportunidad del animal acorralado y yo, presa del pánico, busqué apartarme con rapidez del sitio.
   Sin embargo, al mismo tiempo, otros, inesperados atletas de la fuga, extraños personajes, completamente vestidos de negro, huían a su vez. Como si en el mismo instante todos nos hubiéramos percatado de que la situación era ridícula y terrible, nos detuvimos y comenzamos a caminar con lentitud y circunspección para ir desapareciendo en la luz del amanecer.
(Ekuóreo No. 10, 1980)


La visita
   Javier Tafur González

   Tocan a la puerta. Seguro es la misma persona que vino ayer, que vino anteayer, que ha venido todos estos días, que me asedia y me fastidia. Iré a abrirle. Seguramente se sentará en mi silla, cogerá mis libros, fumará en mi pipa. Antes de abrirle me asomaré a la ventana. Sí, ya lo veo, allí está. Ciertamente es el mismo. Puedo demorarme un momento, pero volverá a llamar. Terminará por entrar. Lo que me sorprende es que desaparezca cuando entra y siempre sea yo quien hace sus movimientos.
(Finalista del I Concurso de minicuento revista Termita y la Universidad del Quindío, 1982).