domingo, 14 de julio de 2019

240. Profundo sur


Editoras invitadas: Laura Pollastri y Gabriela Espinosa





   Liliana Ancalao afirma la necesidad de “desmitificar este espacio como fin del mundo e instalarnos, cada vez que escribimos un poema, en el principio del mundo”: para quienes habitamos nuestro sur profundo argentino-chileno —desde La Pampa argentina y el Bío Bío chileno, hasta la Antártida— éste es el comienzo del mundo. Tanta extensión genera, en algunos casos, una escritura que se detiene en la escultura del límite y su concentración. De estos cinceles surgen objetos de una densidad absoluta: la minificción. Nos proponemos exhibir en el escaparate de e-Kuóreo estas densas partículas de la totalidad que reclaman su condición de infinito. 
   Frecuentaremos esta sección para ofrecerles, con cierta periodicidad, nuestros hallazgos en y desde el sur.



Pequeño fantasma
   David Lagmanovich (Argentina)

   Mi hermanita murió antes de cumplir un año de vida y mis padres la enterraron en un pueblo de la Patagonia. Yo tenía entonces siete años y extrañé no encontrarla en su cuna, pues solía pasar largos ratos mirándola dormir.
   Ahora se me aparece en sueños, tantas décadas más tarde.
   —Yo quisiera haber jugado contigo —me dice.
(Inédito)


Leyenda del lago argentino
   Carlos Sacamata (Argentina)

   Las aguas del Lago Argentino guardan el secreto de una antigua historia de amor.
   El viento patagónico la ha escrito en la piedra, ha grabado esos hechos lejanos en los ennegrecidos troncos de calafate, algo de la vieja tragedia perdura en las crestas centelleantes de los picos nevados.
Nadie sabe realmente lo que sucedió.
   Era en los días que el tehuelche pisaba libremente los anchos llanos del sur. Ha transcurrido el tiempo con el mesurado movimiento de las amargas olas del lago, y a nosotros han llegado apenas los ecos de la historia.
   Quedan, es cierto, algunos nombres de jefes bravíos, caciques de tribus enemigas, Capuletos y Montescos de este drama sudamericano que nadie ha contado aún.
   Y también los de Alei y Chari, los enamorados a pesar de las leyes de la sangre. Sólo esto. Y apenas un hito argumental que tramó la muerte en apretada malla. Porque Alei, la jovencita de crencha negra y rasgados ojos, se dejó entrar al helado corazón del viento de agosto. Y Chari enloqueció de pena clamando su dolor en las vastas orillas, cara al cielo. Costumbre de esos pueblos andariegos que poblaron Santa Cruz, podrá decirse.
   Pero Francisco P. Moreno, primer blanco que vio el algo, descubrió en una caverna próxima el cadáver petrificado de una mujer joven.
   Tal vez Alei. Tal vez, también el espíritu de la tierra fuerte mostrando al conquistador su todapoderosa encarnación, más allá de todo.
(Revista Código. Turismo y cultura de la Patagonia nº 31, agosto de 2006. Director y responsable César Martínez)


Familia
   Cristian Carrasco (Argentina)

   Se conocieron chateando.
   Se enamoraron vía mail.
   Cada uno de ellos compró el equipamiento necesario para mantener sexo cibernético: él, un tubo de plástico ergonómico que ajustar mediante un cinturón a su pene; ella, un vibrador neumático que se comportaba como la extensión del miembro del hombre, reproduciendo el empuje de la pelvis gracias a señales rebotadas por satélite. Ambos se enfundaban en trajes bio-eléctricos que mimaban los roces de los cuerpos a la distancia.
   Luego de algunos meses, él recogió su esperma del interior del tubo de plástico y, una vez congelado, lo envió por correo. Ella había ya dirigido algunos óvulos a la misma clínica reproductiva.
   Ahí fue concebido, fue gestado y nació el hijo de ambos.
   Ahí permanece todavía.
   Lo educan mediante juegos interactivos.
   Lo observan crecer en directo, filmado por la webcam.
   Ya cumplió dos años y está aprendiendo a teclear.
(Inédito)


Aparición
   Sergio Mansilla Torres (Chile)

   El barco negro parecía que volaba sobre las olas. “Es el fulgor del ojo que no puede ver a nadie”, pensamos. De pie en la borda, un marinero sin rostro nos gritó con un megáfono: “¿Es aquí donde queda la isla de los hambrientos?” “Sí”, contestamos con la boca llena de arena; porque teníamos solo arena para echarnos a la boca. “Es el espejo que nos devuelve la imagen de un sueño”: eso pensamos con el cerebro hirviendo de hambre, hirviendo de desvelos sin comienzo ni fin. Entonces nuestros hijos ya se habían vuelto invisibles y nuestros animales eran de aire. “¿Qué es el sol en el cielo?”, preguntaron los huesos que reclamaban su agua. “Eres el marinero errante que engendró la primera ave que vive en nuestro corazón”; así le dijimos al marinero sin rostro. Y pensamos en lo que significa dar cuerda al brazo para indicar el camino correcto. Le dijimos: “lleva noticias nuestras adonde vayas”. No sabemos si escuchó, no sabemos si hablamos bajo la luna irreal, en la playa irreal.
   Y el barco negro parecía que volaba sobre las olas.
(Changüitad, Temuco: Ofqui editores, 2016)


[Sin título]
   Gloria Dünkler (Chile)

   El volcán que dormitaba allá en lo alto siempre fue de respetar. Conocidas eran sus erupciones caprichosas y los viejos temían que despertara nuevamente de su letargo, mientras en los caminos polvorientos, los machis discutían la necesidad de realizar alguna ceremonia para calmar su furia. Oramos a la montaña de lava; ellos quemaron sahumerios, elevaron plegarias al espíritu que erraba en los infiernos y los colonos hicimos lo propio sin desfallecer.
   Todos suplicamos para que la nube catastrófica perdonara nuestras cabezas en busca de lejanos pueblos que destruir. Afortunadamente, aceptó la tregua de un verano pacífico. No la hubo para los condenados de allá o de aquí en la infatigable misión de arrancar la maleza.
(Füchse von Llafenko, Santiago de Chile: Ediciones Tácitas, 2009)


Los viejos
   Ricardo Mendoza (Chile)

   1
   Se encontraron como a sus quince años. Hubo luego un periodo preparatorio del futuro y de liquidación nada dolorosa de las últimas costras de la adolescencia. Después, en un diálogo luminoso y breve decidieron compartir definitivamente una cama que creyeron para siempre.
   2
   El resto de sus vidas fue un viaje sin accidentes por una larga carretera de costumbres compartidas y escasamente salpicadas de sordos desencuentros y mudos reproches, pasajeros como
los chubascos o los atardeceres que disfrutaban sin comentarios. 
   Los hijos fueron lo mismo: entraron con sus pañales y cólicos, con el dulce peso de sus cuerpos; también cerraron su propia y huraña adolescencia y casi desaparecieron entre una que otra carta y lacónicos teléfonos.
   3
   El gravamen de los años los unió aun más en un silencio compartido y tibio. Si alcanzaban a serlo, esos pocos diálogos eran inesperados tesoros.
   4
   Distraídos en esa danza casi imperceptible de cotidianos movimientos y voces, los alcanzó la agonía sin dolor de un fin y un reposo que no decidieron, pero que esta vez sí fue para siempre.


(Inédito)

Peligro a la vista
   Juan Armando Epple (Chile)

   El coronel ordenó, mientras observaba con recelo a la estudiante:
   —Revisen también el dormitorio.
   Al rato volvió un cabo:
   —Mire lo que encontramos, coronel. “Las armas secretas”, de un tal Cortázar.
    Al coronel se le iluminó la cara.


(Inédito)



   (Juan Armando Epple es escritor y autor de varias antologías y ensayos sobre el microcuento como género.)