domingo, 26 de marzo de 2017

180. Dramas y caballeros IV


Adivinanza
   Ángela Adriana Rengifo Correa

   Lía piensa que él debe empezar a hablarle. Eduardo no encuentra las palabras precisas. Ella cree que necesita más tiempo y espera; él, que tal vez sea ella quien debe hablar. Finalmente los dos se marchan sin haber dicho una palabra.


[Sin título]
   Anónimo
 
   Cada vez que me dolía la cabeza, él me acariciaba el cabello con una ternura exquisita, me besaba en los ojos y susurraba con los labios pegados a mi frente que ojalá todo ese dolor lo sufriera él.
   Comprendí que lo nuestro había terminado cuando me descubrí deseando que se cumpliera su deseo.


Hombre y mujer
   Ernesto Sabato

   Habrá siempre un hombre tal que, aunque su casa se derrumbe, estará preocupado por el Universo. Habrá siempre una mujer tal que, aunque el Universo se derrumbe, estará preocupada por su casa.
(Uno y el universo)


Sándor Márai


Diálogo
   Sándor Márai

   No podía vivir con mi esposo. El mayor dolor de la vida es amar a alguien y saber que no puedes vivir con él.
   Un día, cuando lo instigué a que me dijera cuál era el problema entre nosotros, me dijo:
   —Me estás pidiendo que renuncie a mi dignidad como ser humano. Yo no puedo hacer eso. Prefiero morir.
   Lo entendí enseguida.
   —No te mueras. Prefiero que vivas y sigas siendo un desconocido —respondí.
(La mujer justa, 1941)




[Sin título]
   Max Aub

   —¡Antes muerta! —me dijo. ¡Y lo único que yo quería era darle gusto!
(Crímenes ejemplares, 1957)


Tranvía
   Andrea Bocconi

   Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. "Amplia sonrisa, caderas anchas... una madre excelente para mis hijos", pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta, moderna.
   Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? Ni siquiera lo conocía.
   Dudó. Ella bajó.
   Se sintió divorciado: “¿Y los niños, con quién van a quedarse?”.


Ensayo en pequeño
   Andrew Lang

   Tres maridos tuvo Halguerda la Hermosa y causó la muerte de todos. Su último señor fue Gunnar de Lithend, el más valiente y el más pacífico de los hombres. Una vez, ella obró de un modo mezquino, y él le dio una bofetada. Ella no se lo perdonó. Años después, el enemigo sitió su casa. Las puertas estaban cerradas; la casa, silenciosa. Uno de los enemigos trepó hasta el alféizar de una ventana y Gunnar lo atravesó de un lanzazo.
   —¿Está Gunnar en casa? —preguntaron los sitiadores.
   —Él, no sé, pero está su lanza —dijo el herido, y murió con esa broma en los labios.
   Gunnar los tuvo a raya con sus flechas, pero al fin uno de ellos le cortó la cuerda del arco.
   —Téjeme una cuerda con tu pelo —le dijo a su mujer, Halguerda, cuyos largos cabellos eran rubios y relucientes.
   —¿Te va en ello la vida? —ella preguntó.
   —Sí —respondió Gunnar.
   —Entonces recuerdo esa bofetada y te veré morir.
   Así Gunnar murió, vencido por muchos, y mataron a Samr, su perro, pero no antes que Samr matara a un hombre.
(J. L. Borges y A. Bioy Casares. Cuentos breves y extraordinarios)