domingo, 1 de enero de 2017

174. Escritores chilenos II


Editor invitado: Diego Muñoz

La tragedia del hombre que se ríe 
   Juan Armando Epple

   Los médicos piensan que esto se inició cuando el paciente sobrevivió milagrosamente al terremoto del 2010. Todas las casas de la cuadra se vinieron al suelo, y sólo se salvó el retrete portátil donde este hombre leía absorto el diario. Como resultado de la impresión, se le produjo un trastorno neurológico que modeló sus músculos faciales en una sonrisa permanente, con bruscos arranques de carcajadas. Recurrió a diversos tratamientos pero ninguno tuvo efecto.
   Debió resignarse a sobrellevar como pudo esta curiosa enfermedad, con consecuencias lamentables.
   Para empezar, ya no pudo asistir a funerales ni actos de homenajes, porque cuando lo hacía los deudos pensaban que se burlaba del muerto o que encontraba graciosos los graves discursos laudatorios.
   En el banco le negaron el crédito, por más que trató de explicar que se trataba de una emergencia. En los restaurantes no lo tomaban en cuenta cuando reclamaba por recibir un plato equivocado.
   Cuando tuvo que correr al hospital con su esposa y una enfermera les anunció muy contrita que la suegra había fallecido, el hombre lanzó una carcajada y el médico lo trató de inmisericorde.
   Al poco tiempo su esposa le pidió el divorcio, alegando que con él ya no se podía discutir nada serio.
   Su hija nunca le perdonó reírse de esa manera en el momento solemne en que el novio daba el sí frente al altar.
   Sus amigos dejaron de invitarlo a ver los debates presidenciales por televisión.
   Fue expulsado del cine justo cuando empezaba a hundirse el Titanic.
   Cuando este hombre murió, sus parientes y amigos, ya sin rencores, lo acompañaron al cementerio. Algunos no pudieron evitar una sonrisa cuando, mientras bajaba el ataúd, el difunto se despidió con una estruendosa carcajada.


Amante profesional
   Ramón Díaz Eterovic

   Romero, asesino de profesión, se vanagloriaba de ser un hombre de palabra. Al conocer a Raquel sintió una súbita comezón en su orgullo. La invitó a cenar, la enamoró y por la mañana, cuando el sol caía plácido sobre los cabellos de la mujer, le disparó entre los pechos por el simple placer de cumplir un contrato.


Dimensión equis equis
   Roger Texier

   Es un día particularmente brillante y el céfiro sopla con suavidad anunciando la primavera. La gata merodea nerviosa. Todos se sorprenden. Lleva años sumida entre rincones, saliendo a comer sobras, ya no caza.
   El hombre que golpea las estacas, reparando una vez más la cerca, observa extrañado una figura difusa que se aproxima por el camino. Su vista ya no es la de otros tiempos y en el horizonte no podría distinguir bien una barca de una balsa.
   Un grupo de mujeres cotillea en el jardín, algunas miran de reojo al hombre de la cerca, quien ha dejado su tarea para acercarse al portal y recibir a la persona que llega.
   La gata cruza como una centella entre las piernas del hombre y se lanza a los brazos de la recién llegada. Solo entonces Odiseo reconoce a Penélope, que vuelve a Ítaca tras una larga ausencia.

Roger Texier

Cuestión de gustos
   Lorena Díaz

   Pasada la medianoche y acabado el hechizo, a Cenicienta no le gusta que le pongan los zapatos: prefiere que se los saquen.



El juez y el loco
   Juan Mihovilovich

   El supuesto juez se persigna, aunque ya no cree en el Dios oficial y aún ignora cuál es el alternativo. Se arrodilla junto a la tumba del loco. Coloca una crucecita de madera que hizo por el camino y está por añadir un trozo de papel al que pondrá el nombre del extinto, cuando alguien le golpea un hombro. Se vuelve: —No pierdas tu tiempo, soy yo —le dice el loco—. El que está muerto eres tú.


En serie
   Gabriela Aguilera

   Una línea de brillo acerado tajea la oscuridad.
   El hombre desliza el hermoso filo que hiende el pellejo y luego la carne de su presa.
   Desuella, desposta.
   Mientras trabaja, se dice que un cazador de verdad es el que aguarda paciente, por días y noches, a que la mujer cruce el sendero, se extravíe en el monte y quede inerme en la oscuridad que la rodea, sin ver más que el brillo límpido del filo de un buen cuchillo de caza.


Suma
   José Leandro Urbina

   Cuántos son cinco más cinco, le preguntó el hombre del cuchillo.
   Siete, dijo él con la garganta apretada por el dolor.
   Ya le habían cortado dos dedos, y como sabía que no iban a parar, aprovechó para descontar inmediatamente el próximo.