domingo, 12 de abril de 2015

129. Ellas escriben minicuentos IV


Vietnam (1967)
   Wislawa Szymborska

   Mujer, ¿cómo te llamas? —No sé.
   ¿Cuándo naciste, de dónde eres? —No sé.
   ¿Por qué cavaste esta madriguera? —No sé.
   ¿Desde cuándo te escondes? —No sé.
   ¿Por qué me mordiste el dedo cordial? —No sé.
   ¿Sabes que no te vamos a hacer nada? —No sé.
   ¿A favor de quién estás? —No sé.
   Estamos en guerra, tienes que elegir. —No sé.
   ¿Existe todavía tu aldea? —No sé.
   ¿Estos son tus hijos? —Sí.


Éramos tan felices
   Gloria Rendón

   A veces nos sentábamos en las cabezas de los alfileres a mirarnos las unas a las otras, haciéndonos morisquetas. A veces nos dejábamos caer en caída libre hasta casi estrellarnos contra las baldosas verdes y rojas para, en el último momento, desplegar nuestras alas transparentes y elevarnos zumbando y haciendo arabescos con nuestros vuelos. A veces volvíamos a las cabezas de los alfileres, pero otras nos íbamos a chupar la miel que había quedado en el fondo de los vasos abandonados sobre la mesa de la cocina. Entonces, a veces, alguna de nosotras, por joven e inexperta, por vieja y torpe, por golosa, o simplemente por descuido, caía en la miel y allí quedaba irremediablemente atrapada. Al principio agitaba con violencia las alas y las patas, intentando inútilmente emprender de nuevo el vuelo, luego los movimientos se hacían más y más lentos, hasta quedar completamente quieta, flotando sobre la superficie dorada. Las otras aguardábamos en silencio a que todo terminara. Para ese momento ya habían aparecido las hormigas. Venían sin precipitarse y, mientras nosotras volábamos en círculos por sobre el vaso y cantábamos cantos luctuosos con nuestras voces aflautadas, esperaban pacientemente, no por respeto sino porque en el tiempo que duraba la ceremonia, el cadáver chupaba la miel y a las hormigas les encantan nuestros cadáveres azucarados. Una vez terminábamos, con habilidad y calma lo recuperaban. Arrastrándolo a la orilla, lo subían por la pared de vidrio hasta el borde y desde allí lo descolgaban hasta la mesa, todo con mucho cuidado para que no fuera a perder, para que no perdiera, ni una gota de miel. Allí lo lamían con ternura, con la misma ternura que se lamían unas a las otras y comenzaban a arrastrarlo hacia el hormiguero, cantando alabanzas a la miel y sus delicias. No detestábamos a las hormigas por esto, antes bien las dejábamos hacer y las veíamos alejarse con un profundo sentimiento de gratitud. Cuando desaparecían de nuestra vista, volábamos a las cabezas de los alfileres o a los alambres de la luz o a los cristales de las ventanas y nos congratulábamos mutuamente de que no hubiera sido ninguna de nosotras. Éramos tan felices.


Este tipo es una mina
   Luisa Valenzuela

   No sabemos si fue a causa de su corazón de oro, de su salud de hierro, de su temple de acero o de sus cabellos de plata. El hecho es que finalmente lo expropió el gobierno y lo está explotando. Como a todos nosotros.

Luisa Valenzuela


Tic-Tac
   Ángela Adriana Rengifo Correa

   Cuando alquiló la casa, la única recomendación especial que le hizo la dueña fue no quitar el reloj de pared. Él dijo que no había problema: a fin de cuentas, necesitaba uno.
   Desde el instante en que se quedó solo, el tic-tac del reloj invadió todo. Tic-tac al desayuno, tic-tac mientras barría, tic-tac al almuerzo, tic-tac mientras estudiaba, tic-tac a la comida, tic-tac toda la noche mientras daba vueltas en su cama. Concluyó que vivía con su peor enemigo y decidió deshacerse de él.
   Lo primero que hizo al día siguiente fue dirigirse a una compra-venta para empeñar el reloj, pero no se lo recibieron, porque estaba muy viejo. Luego fue a regalárselo a la vecina, quien no lo aceptó, porque ya tenía uno. Después se lo ofreció a un vagabundo, pero dijo no necesitarlo. No se dio por vencido, era cuestión de vida o muerte destruir al enemigo. Ya le inventaría cualquier excusa a la dueña o le regalaría otro.
   Pensó arrojarlo a la basura, pero cuando pasó el carro se rompió la bolsa y olvidaron recoger el reloj. Lo puso en medio de una autopista y todos los carros lo esquivaban para no estrellarse. Con ira, fue a la ferretería para comprar un martillo.
   Por fin, solos en casa, frente a frente: el reloj con su tic-tac y el asesino con su arma. Empezó a golpearlo, sudaba de placer al hacerlo. Cuando el reloj dio su último tic-tac, la casa se le vino encima.


Un solo minuto
   Mariana Frenk

   La tan cacareada amistad entre los miembros de la ASOCODI (Asociación de Computadoras Diplomadas) deja mucho que desear. Se han formado dos bandos: las que reconocen —humilde o amargamente— nuestra total dependencia del hombre (lo que sale de nosotras es lo que él ha metido) y las que la ponen en duda. Yo, claro, pertenezco a las primeras; las otras me dan risa. Me da risa su actitud de soberbia frente al hombre, me dan risa cuando alegran: “lo que recibimos del hombre es un atole de datos y preguntas. Lo que él recibe de nosotras son las contestaciones. Las soluciones de los problemas. Los resultados, resultados seguros, mientras que en los suyos lo único seguro es que no lo son”. Y creen firmemente en su superioridad, aunque al mismo tiempo tratan de imitar al hombre. La más ridícula de todas es la que se multiplica, es decir la que produce otras computadoras. Vieran su aire de madre abnegada. Incluso engorda visiblemente antes de cada parto.
   Yo soy humilde y resignada. Sé que todo lo que sabemos está programado. Sé que estas, mis ideas, son ideas programadas —me las insuflaron, y yo las reproduzco—, como están programadas mi amargura y la presunción de mis compañeras. Como está programada, ¡ay de mí!, aún está súplica fervorosa: “¡Concédeme, señor, un minuto, un solo minuto fuera de programa!”.


Embustero
   Martha Cecilia Rivera

   Preguntó si vi el conejo y señaló algo con su brazo extendido. No, no lo vi. Agucé mis ojos pero no logré ni encontrarlo ni inventarlo, de modo que no hubo orejas puntiagudas ni hocico, ni siquiera una mota de algodón en lugar de la cola. Silenciosa, el agua del gran lago se acercó, se alejó y se quedó, todo al mismo tiempo, porque ésa es precisamente su virtud y su tragedia, la de no poder quedarse quieta y sin embargo carecer de libertad en sus movimientos. No está en un mar, no fluye. No forma parte de un río tampoco, no navega. Se mueve sin moverse, igual que el amor con este hombre, hecho tan solo de sexo, aunque no lo hacemos ahora más y en cambio nos dedicamos a pasear de noche en la playa para hablar de cosas tontas. Lo miré sin que él se diera cuenta y descubrí que su rostro es ingenuo. Preguntó enseguida si vi la bandera. No, mucho menos. Hay quien cree que el ser humano no la plantó nunca, y que su imagen carente de ondas fue tan sólo un truco creado por un director de cine extranjero. Miré mi reloj y pronostiqué en silencio, con desconsuelo, que esta noche no haríamos el amor tampoco, ya no habría tiempo. Me llené de irritación pero él no se dio cuenta y se puso a hablar del queso. Dijo que hoy en día luce algo deforme, y menos denso, por los agujeros que causaron los marcianos al morderlo. Solté una carcajada. Sin darme ni cuenta, el sonido de mi propia risa distrajo mi deseo. Durante un momento olvidé que lo único importante de él era su cuerpo y mi pasión sedienta se apaciguó un poco. Lo besé sin prisa, por primera vez desde que lo conozco con ternura, una ternura recién nacida por este amante incumplido que insiste en enamorarme inventándose conejos, banderas y marcianos en la luna.
(Con-fabulación # 310)


Ristel
   Susana Camps

   Ristel estaba convencida de que, si se disfrazaban el tigre y no se quitaba el disfraz nunca, todos acabarían tratándola como a un tigre. Es más: pensaba que, mediante ese procedimiento, se convertiría en un verdadero tigre. Así que consiguió un buen disfraz y salió a cazar.
   Su piel hermosa, la ferocidad de sus rugidos y la rapidez con que dio alcance a la gacela no dejaban lugar a dudas: aquel animal era un tigre. La selva lo aceptó como tal. Sin embargo, en el instante en que iba a ser devorada, la gacela miró a Ristel a los ojos y dijo: «Tú eres una serpiente».
   Ristel silbó de ira y de impotencia, se irguió en el aire y se desprendió del disfraz. Antes de morir, fatalmente envenenada, la gacela comprendió que habría preferido las ficticias garras.