domingo, 1 de marzo de 2015

126. Ellas escriben minicuentos I



Clara Zetkin con Rosa Luxemburgo


El Día Internacional de la Mujer conmemora la lucha de la mujer por su participación, en pie de igualdad con el hombre, en la sociedad y en su desarrollo íntegro como persona. Se celebra el día 8 de marzo. Es fiesta nacional en algunos países.

e-Kuóreo se suma a las celebraciones con una serie de cuatro entregas de minicuentos escritos por mujeres.





Jerseys y cazadoras

   Beatriz Alonso Aranzábal

   En el armario familiar, las cazadoras de mi padre abrazaban los jerseys de mi madre, y los tacones de ella pisaban las botas de él. Al cabo de unos años, lo cambiaron y compraron uno de dos cuerpos y, de paso, sustituyeron la cama matrimonial por dos colchones de látex. Ahora, cada uno tiene su propia habitación, su propio armario, y sus calcetines se enredan, muy de vez en cuando, en la lavadora.

(Mar de pirañas. Nuevas voces del microrrelato español. Fernando Valls, editor)


Bochinche

   Amalia Posso Figueroa

   No había bochinche en Quibdó que no fuera iniciado por la lengua de Basilisa, y cuando no había nada que contar, inventaba cualquier historia, sobre cualquier persona; y cuando, de vuelta, alguien le contaba, sin saber, lo que ella había dicho de fulano con mengana, o de mengano con fulana, decía muerta de la risa: asunto allá, ¿vieron que lo que yo dije era puritica verdá?



Las seis historias más tristes

   Nuria Amat

   Siempre hay una historia que contar más triste que la tuya. Por ejemplo:

   Que una madre viva la muerte de alguno de sus hijos.
   Que un hijito pierda a su madre.
   Que un hombre deje a una mujer por otro hombre.
   Que un hombre deje a una mujer.
   Que una mujer deje a un hombre.
   Que tú me dejes.
(Amor breve)


Mi Adán literario
   María Paz Ruiz

   Decidí bautizarlo Gonzalo Jiménez, como el primer hombre que puso un pie en mi mundo. Le di dedos curiosos para que escribiera como Sor Juana, la concentración de Bolívar y la cabeza de Voltaire. Me fui enamorando de él mientras lo iba creando. Gonzalo componía con ambas manos sonetos, cartas políticas y hasta autos sacramentales. Pero un día sus dedos se llenaron de lepra como las de Jiménez. Empezó a aborrecer a los españoles, hasta el punto que su discurso terminó de escribirlo en protolengua quechua, y su enfermedad le descompuso tanto la cara que optó por volverse religioso. 

   Él me besaba y partes de su piel quedaban adheridas a mi boca. Aun así amaba a Gonzalo Simón de la Cruz y Voltaire: su nuevo nombre. Perdoné cada uno de sus sorpresivos defectos y una noche le presté mis ahorros para que se curara. ¡Vaya estupidez! En cuanto subió al caballo tiró el hábito y se le borró la lepra. Ahora, por carta, dice que no existo.
(Microsco(i)picos)


Primera persona plural

   Pía Barros

   El funcionario está escribiendo las listas de nombres para exiliar. Distraído, sin querer copia uno cualquiera de la guía de teléfonos. En otra parte de la ciudad, una mujer se apresta para ir a comprar el pan. Al salir de su casa, dejando a sus hijos, la toma la policía secreta y la arroja a un avión. Lo pierde todo, pero sobre todo, pierde su vida de todos los días. Vaga por el mundo, por los idiomas y por el desarraigo. Lleva consigo la llave de su casa durante treinta años. Caen los dictadores, emerge la bandera del retorno. La llave firmemente cogida entre las manos. Dos hijos corren abrazársele. Entre llantos, preguntan: “Mamá, ¿trajiste el pan?”.

(Llamadas perdidas)


Impacto

   Dora Isabel Berdugo Iriarte 

   Un impacto certero en el estómago, el sonido recorriendo la tierra, lágrimas y gritos me rodean. La sorpresa no me permite el pánico, mi cuerpo se desploma, creo que estoy muerta.



La persecución del maestro

   Alexandra David-Neel

   Entonces el discípulo atravesó el país en busca del maestro predestinado. Sabía su nombre: Tilopa; sabía que era imprescindible. Lo perseguía de ciudad en ciudad, siempre con retraso.

   Una noche, famélico, llama a la puerta de una casa y pide comida. Sale un borracho y con voz estrepitosa le ofrece vino. El discípulo rehúsa, indignado. La casa entera desaparece; el discípulo queda solo en mitad del campo; la voz del borracho le grita: Yo era Tilopa.
   Otra vez un aldeano le pide ayuda para cuerear un caballo muerto; asqueado, el discípulo se aleja sin contestar; una voz burlona le grita: Yo era Tilopa.
   En un desfiladero un hombre arrastra del pelo a una mujer. El discípulo ataca al forajido y logra que suelte a su víctima. Bruscamente se encuentra solo y la voz le repite: Yo era Tilopa.
   Llega una tarde a un cementerio; ve a un hombre agazapado junto a una hoguera de ennegrecidos restos humanos; comprende, se prosterna, toma los pies del maestro y los pone sobre su cabeza. Esta vez Tilopa no desaparece.