domingo, 1 de febrero de 2015

124. Escritores estadounidenses III


Personajes
   Truman Capote (1924-1984)

   Ella: ¡Hihoputa! ¿Qué quieres desí con eso de guardarme el pan? Yo no me he guardao ningún pan. ¡Hihoputa!
   Él: Calla, muhé. Te he visto. He llevado la cuenta. Tres tipos. Lo que suma sesenta machacantes. Me tienes que dá treinta.
   Ella: Maldito seas, negro. Debería quitarte la oreja con una navaja de afeitá. Debería sacarte los hígados y echárselos a los gatos. Debería achicharrarte los ohos con aguarrás. Escucha, negro. Deha que te oiga llamarme mentirosa otra vez.
   Él (conciliador): Asuquita...
   Ella: ¿Asuquita? Asuquita te voy a dá yo a ti.
   Él: Miss Myrtle, que sé lo que he visto.
   Ella (despacio: en tono lento y sinuoso): Bastardo. Negro bastardo. El caso es que nunca tuviste madre. Naciste del culo de un perro.
   (Ella le da una bofetada. Se da la vuelta y se aleja con la cabeza alta. Él no la sigue, sino que se queda frotándose la mejilla con la mano).


El pájaro pintado
   Jerzi Kosinski (1933-1991)

   A veces transcurrían varios días sin que la Estúpida Ludmila apareciera en el bosque. Una rabia silenciosa se apoderaba entonces de Lej. Miraba solemnemente a los pájaros encerrados en las jaulas, mascullando algo para sus adentros. Finalmente, después de un estudio prolongado, elegía al pájaro más robusto, lo ataba a su muñeca, y mezclaba los ingredientes más diversos para preparar pinturas pestilentes de distintos colores. Lej daba vuelta al pájaro y le pintaba las alas, la cola y el pecho con todos los tonos del arco iris hasta que su aspecto era más llamativo que un ramillete de flores silvestres.
   Luego nos trasladábamos a la espesura del bosque. Allí, Lej sacaba el pájaro pintado y me ordenaba que lo cogiera en la mano y lo apretara ligeramente. El pájaro empezaba a piar y atraía a una bandada de su misma especie que revoloteaba inquieta sobre nuestras cabezas. Al oír a sus congéneres, nuestro prisionero hacía denodados esfuerzos por remontarse hacia ellos, gorjeando con más bríos, mientras su corazoncito palpitaba violentamente en el pecho recién pintado.
   Cuando ya se había congregado sobre nuestras cabezas una cantidad suficiente de aves, Lej me hacía una seña para que soltara al prisionero. Éste se elevaba, dichoso y libre, como una mancha irisada contra el fondo de nubes, y se integraba enseguida en el seno de la bandada marrón que lo aguardaba. Los pájaros quedaban fugazmente desconcertados. El pájaro pintado describía círculos de un extremo de la bandada a otro, esforzándose en vano por convencer a sus congéneres de que era uno de ellos. Pero, deslumbrados por sus colores brillantes, los otros pájaros volaban alrededor de él sin convencerse. Cuanto más se obstinaba el pájaro pintado por incorporarse a la bandada, más le alejaban. No tardábamos en ver cómo una tras otra, todas las aves de bandada protagonizaban un ataque feroz. Al cabo de poco tiempo la imagen multicolor se precipitaba a tierra. Cuando por fin encontrábamos el pájaro pintado, casi siempre estaba muerto. Lej estudiaba minuciosamente la cantidad de heridas que presentaba el ave. La sangre manaba entre sus alas coloreadas, disolviendo la pintura y manchando las manos de Lej.


Una comedia
   Woody Allen (1935)

   Autor. ¿Quién eres tú?
   Lorenzo Miller. Este público es creación mía. Soy escritor.
   Autor. ¿Qué quieres decir?
   Lorenzo: Yo escribí que un numeroso grupo de personas van al teatro para ver una obra. Y ahí están. 
   Doris: (Señalando al público) ¿Quieres decir que son ficticios también? (Lorenzo asiente). ¿No son libres de hacer lo que les venga en gana?
   Lorenzo: Ellos creen que lo son, pero siempre hacen lo que está previsto. 
   Mujer: (De pronto, se levanta desde el público, muy enojada) ¡Yo no soy ficticia!
   Lorenzo: Lo siento, señora, pero así es. 
   Mujer: Pero si tengo un hijo en la escuela de comercio de Harvard. 
   Lorenzo: Su hijo es una creación mía, es ficticio. Y no sólo es que sea ficticio, es homosexual. 
   Hombre: Ya le enseñaré yo lo ficticio que soy. Voy a salir de este teatro y hacer que me devuelvan el dinero. Esta obra es una estupidez. De hecho, no es una obra. Cuando voy al teatro, quiero ver algo que tenga argumento —con un principio, un centro y un final— y no esta mierda. Buenas noches. (Sale enojado por un pasillo).
   Lorenzo: (Al público). No es un personaje muy bueno. Lo he escrito muy irritable. Más tarde se siente culpable y se pega un tiro. (Suena una detonación). ¡Más tarde!
   Hombre: (Vuelve a entrar con una pistola humeante). Lo siento, ¿he disparado demasiado pronto?
(Sin plumas)


Woody Allen

Normas de familia
   John Kennedy Toole (1937-1969)

   Los grillos y las cadenas tienen funciones en la vida moderna que jamás debieron imaginar sus febriles inventores en una época más simple y antigua. Si yo fuera un constructor de casas lujosas, instalaría por lo menos un equipo de cadenas, fijadas en las paredes de todas las nuevas casas amarillas de ladrillo tipo rancho y de todos los chalets duplex de Cabo Cod. Cuando los residentes se cansasen de la televisión y del ping pong o de lo que hiciesen en sus casitas, podrían encadenarse unos a otros un rato. Les encantaría a todos. Las esposas dirían: “Mi marido me encadenó anoche. Fue maravilloso. ¿Te lo ha hecho a ti tu marido, últimamente?”. Los niños volverían corriendo del colegio a casa, a sus madres, que estarían esperándoles para encadenarles. Esto ayudaría a los niños a cultivar la imaginación cosa que la televisión les veta. Y habría una reducción apreciable en el índice de delincuencia juvenil. Cuando el padre volviera del trabajo, la familia unida podría agarrarle y encadenarle por ser tan imbécil como para estar trabajando todo el día para mantenerles. A los parientes viejos y revoltosos podría encadenárseles a la puerta del coche. Sólo se les soltarían las manos una vez al mes para que pudieran firmar los cheques de la seguridad social. Las cadenas y los grilletes podrían asegurar una vida mejor para todos.
(La conjura de los necios)


Diles a las mujeres
   Raymond Carver (1938-1988)

   Entraron. Bill sostuvo la puerta para que pasara Jerry, y al pasar Jerry le dio un puñetazo suave en el estómago.
   —¿Qué hay, gente?
   Era Riley.
   —Eh, ¿cómo estáis, chicos?
   Riley salía de detrás de la barra sonriendo abiertamente. Era un hombre corpulento. Llevaba una camisa hawaiana de manga corta que le colgaba fuera de los tejanos. Riley repitió:
   —¿Cómo estáis, chicos?
   —Venga, calla y ponnos un par de Olys —pidió Jerry, guiñando un ojo a Bill—. Y tú, ¿cómo estás, Rilet? —preguntó Jerry.
   Riley continuó:
   —Cómo os va, chicos? ¿Dónde os habéis metido? ¿Tenéis algún lío de faldas? La última vez que te vi, Jerry, tenías a la parienta de seis meses.
   Jerry se quedó quieto unos instantes, y pestañeó.
   —¿Qué hay de esos Olys? —insistió Bill.
   Se sentaron en unos taburetes cerca de la ventana. Jerry comentó:
   —¿Qué local es éste, Riley, sin una sola chica un domingo por la tarde?
   Riley rió. Contestó:
   —Imagino que están todas en la iglesia, rezando para conseguir un macho.
(Vidas cruzadas)


Raymond Carver

El don
   Paul Auster (1947)

   El teniente Lemuel Flagg quedó ciego a consecuencia de una explosión de mortero en las trincheras de la primera guerra mundial. Pero la ceguera le confirió el don de la profecía: le dan súbitos ataques, cae en trance al suelo y empieza a agitar los brazos como un epiléptico; los accesos le duran ocho o diez minutos y, durante todo ese tiempo, la mente se le llena de imágenes del futuro. Los desvanecimientos le sobrevienen sin previo aviso, y nada puede hacer para evitarlos o controlarlos. La asombrosa exactitud de sus predicciones (que van desde los pronósticos del tiempo hasta los resultados de elecciones parlamentarias, pasando por la clasificación de los equipos en competiciones internacionales de cricket) lo convierten en un personaje célebre. Entonces, en el punto álgido de su fama, las cosas se le ponen feas. Se enamora de una mujer llamada Bettina Knott, y durante dos años ella le corresponde, hasta el punto de aceptar su proposición de matrimonio. Pero, la víspera de la boda, por la noche, Flagg tiene otro de sus ataques. En él llega al conocimiento de que Bettina lo traicionará antes de que acabe el año. Sus predicciones nunca han sido erróneas, de modo que su matrimonio está condenado. La tragedia reside en la inocencia de Bettina, en que está absolutamente libre de culpa, pues aún no ha conocido al hombre con el que traicionará a su marido. Incapaz de afrontar el suplicio que le ha deparado el destino, se suicida clavándose un puñal en el corazón.
(La noche del oráculo)


El Sofá
   Tim Keppel (1955)

   Un letrero en la cuadra dice "remato". Al hombre le hicieron lanzamiento. Tiene un sofá por solo veinte mil. Hasta un furgón para ayudar a acarrearlo. Es un checo robusto, pechipeludo, descamisado.    Sudando copiosamente, prende un cigarrillo con la colilla del anterior. Es un tipo amigable, con un marcado acento. “¿Usted nuevo por aquí? Espero que tenga más suerte que yo”.
   Echando el sofá en su carro—un furgoncito morado con la calcomanía de un sol sonriente pegada a un lado, dice: “He estado de malas. Se me murió la hijita, y después se me fue la mujer”. Las manos en el timón, los dedos teñidos de un amarillo opaco, uñas mordidas hasta el borde. “Voy a vivir en el furgón”, dice.
   Cargando el sofá gradas arriba hasta tu apartamento, se lastima la espalda. Te sientes mal por no sostener bien tu punta. Con muecas de cansancio aun, le da una mirada larga, melancólica. “Es mejor te quedes con él. Dejé de trabajar. Dejé de salir. No más que tirado en ese sofá todo el día”.
   Ahí es cuando notas el olor: no es humo, no es sudor, sino algo más. Algo innombrable. En su lugar apenas si lo percibías.
   Pero ahora está en el tuyo.
   Él mira alrededor tu apartamentico, ve que vives solo. “Ahí queda bien”, dice. 
   Analizas el sofá desde donde estás, cruzas el cuarto para verlo desde un ángulo distinto. “Yo sé que no le va a gustar”, dices. “Pero voy a cambiar de idea”.
    “¿Que qué?” Ves descolgársele la cara.
   Dile que es la nicotina. Que eres alérgico. Se te chorrea la mentira por la cara.
   Se pone en la nariz uno de los cojines. “Pues yo no huelo nada. Claro que me falla el olfato”.
   “Lo siento”.
   “Bueno pues, quédese con él. Si el olor se va, me manda un cheque. Y si no...” Se corre hacia la puerta.
   “Pero es que yo no tengo como llevárselo”. Percibes el pánico en tu voz—más de lo que quisieras. No es que lo quisieras.
   “Espere, espere”, dices. El olor permea todo, se te pega a la camisa, se te mete por toda parte. “Le doy los veinte mil y se lo lleva”.
   El tipo te mira. Mira el sofá. Se pasa la mano por la cara y suspira.
   “Veinticinco”, responde.