domingo, 12 de octubre de 2014

115. Escritores estadounidenses I


El testamento
   Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

   Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Esta se muda ahí; encuentran un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe expulsar. Este los atormenta: se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la casa.
(Cuadernos norteamericanos)


En el país de Queequeg
   Herman Melville (1819-1891)

   Debido a que allí no se conocían los canapés ni los sofás, el rey y los altos jefes, al igual que todas las personas de cierto rango, tenían por costumbre engordar a algunos de sus súbditos para utilizarlos como otomanas. Por lo tanto, para amoblar adecuadamente una casa con tal método, se hace preciso comprar ocho o diez individuos perezosos y distribuirlos por las habitaciones. Cuando se va de excursión, el método resulta también muy práctico, mucho más que nuestras sillas transformables en bastones, puesto que, al ser llamado por su amo, el servidor se transforma automáticamente en canapé, colocándose en el lugar más conveniente, bien sea a la sombra de un árbol o evitando a su dueño las incomodidades de cualquier terreno encharcado o húmedo.
(Moby Dick)



Mark Twain
El lamento de la viuda
   Mark Twain (1835-1910)

   Dan Murphy se alistó como voluntario y peleó con gran coraje. Los muchachos lo querían y, cuando alguna herida lo debilitaba tanto que le costaba cargar su arma, ellos se encargaban de hacerlo. El dinero que iba ganando, Dan se lo enviaba a su esposa para que lo guardara en el banco. Ella era lavandera y planchadora y sabía, por experiencia, cómo cuidar el dinero recibido. No gastaba ni un céntimo. Por el contrario, empezó a vivir de manera miserable, mientras la cuenta bancaria iba engordando.
   Finalmente, Dan murió. Lo usual era arrojar al pobre muerto en un zanjón e informar a los seres queridos. Pero, en honor al afecto y el respeto que le tenían, los muchachos telegrafiaron a la señora Murphy, preguntándole si deseaba que embalsamaran a su finado esposo y se lo enviasen de esta manera a su casa.
   La señora Murphy averiguó cuánto costaba embalsamar un cuerpo: aproximadamente setenta y cinco dólares. Entonces, ella les respondió:
   —¿Ustedes creen que voy a armar un museo en casa y que quiero dedicarme a excentricidades costosas?


Fuego bajo
   Thomas B. Reed (1839-1902)

   Un sujeto fue a comprar ropa en la tienda de un judío. Ya se había probado una camisa y una chaqueta cuando dijo, señalando un punto lejano:
   —Aquellos pantalones me quedarían bien.
   Mientras el judío trepaba a una escalera en busca de los pantalones, el sujeto se fugó con la camisa y la chaqueta puestas. El judío, al ver que el hombre escapaba, saltó de la escalera y salió a la calle, exclamando:
   —¡Policía! ¡Alto! ¡Al ladrón!
   Un policía le ordenó al ladrón que se detuviera. El sujeto seguía corriendo. Entonces el policía extrajo un arma y, cuando se disponía a abrir fuego, el judío le dijo:
   —Fíjese bien dónde dispara. Apúntele a las piernas, pues la camisa y la chaqueta son mías.



Ambrose Bierce
El salteador de caminos y el viajero
   Ambrose Bierce (1842-1914)

   Un Salteador de Caminos enfrentó a un Viajero y, apuntándole con un arma de fuego, le gritó:
   —¡El dinero o la vida!
   —Mi querido amigo —dijo el Viajero—, de acuerdo con los términos de su exigencia, mi dinero salvaría mi vida, y mi vida, mi dinero. Usted indica que se apoderará de la una o del otro, pero no de ambos. Si esto es lo que usted quiere decir, le ruego que sea bueno y tome mi vida.
   —No es eso lo que quiero decir —replicó el Salteador—; usted no puede salvar su dinero renunciando a su vida.
   —Entonces, tómela de todos modos —dijo el Viajero—. Si no sirve para salvar mi dinero, no sirve para nada.
   Tanto agradaron al Salteador la filosofía y el ingenio del Viajero, que lo tomó como socio y esta espléndida combinación de talentos fundó un periódico.
(Fábulas fantásticas)


La justicia de los elementos
   Henry van Dyke (1852-1933)

   El asesino con corona había agotado todos sus recursos. Había contado una última mentira, pero ni sus sirvientes le creyeron. Había lanzado una última amenaza, pero ya nadie le temía. Había querido dar un último golpe de violencia y crueldad, pero ya no tenía fuerzas.
   Cuando vio su imagen reflejada en los ojos de los hombres, advirtió el daño causado en el mundo, sintió miedo y exclamó: “Que la tierra me trague”.
   La tierra se abrió y lo tragó, pero él había hecho tanto mal y derramado tanta sangre, que la tierra volvió a abrirse y lo escupió.
   El asesino gritó entonces: “Que el mar me lleve”. Y las olas lo envolvieron. Pero él había llenado las profundidades con tantos huesos de hombres inocentes, que el mar no lo toleró y lo envió de vuelta a la orilla.
   El asesino gritó entonces: “Que el aire me lleve”. Y soplaron grandes vientos que lo remontaron. Pero el aire puro no soportó su peso y lo dejó caer.
   Mientras caía, el asesino gritó: “Que el fuego me dé refugio”. El mismo fuego con el cual él había arrasado hogares sintió un enorme regocijo, y las llamas se avivaron a medida que el asesino se acercaba.
   “Bienvenido”, aulló el fuego. “¡Sé mi esclavo!”.
   El asesino entendió entonces que no había esperanzas para él en la justicia de los elementos.


Destino
   Robert W. Chambers (1865-1933)

   Llegué al puente que muy pocos logran cruzar.
   “¡Pasa!”, exclamó el guardián, pero me reí y le dije: “hay tiempo”; entonces él sonrió y cerró los portones.
   Al puente que muy pocos logran cruzar llegaron jóvenes y viejos. A todos ellos se les denegó la entrada. Yo estaba ahí cerca, holgazaneando, y fui contándolos, uno a uno, hasta que, cansado ya de sus ruidos y protestas, volví al puente que muy pocos logran cruzar.
   La muchedumbre cerca del portón chilló: “¡Este hombre llega tarde!”. Pero me reí y les dije: “hay tiempo”.
   “¡Pasa!”, exclamó el guardián mientras yo ingresaba; luego sonrió y cerró los portones.