domingo, 14 de septiembre de 2014

113. Dramas y caballeros III


Los diarios de Adán y Eva
   Mark Twain
Fernando Botero

   Adán
   Esta nueva criatura de pelo largo  se entromete bastante. Siempre está merodeando y me sigue a todas partes. Eso no me gusta; no estoy habituado a la compañía. Preferiría que se quedara con los otros animales. Hoy está nublado, hay viento del este; creo que tendremos lluvia… ¿Tendremos? ¿Nosotros? ¿De dónde saqué esa palabra…? Ahora lo recuerdo: la usa la nueva criatura.

   Eva
   Toda la semana lo seguí y traté de entablar relaciones con él. Yo soy la que tuvo que hablar, porque él es tímido, pero no me importa. Parecía complacido de tenerme alrededor, y usé el sociable “nosotros” varias veces, porque él parecía halagado de verse incluido.


La invitación
   Jorge Luis Vidarte

   Cuando abrí la puerta, ella estaba tendida sobre la cama; su cuerpo desnudo expelía un aroma agradable. La miré. Ella, a su vez, alzó la mirada. En sus ojos leí la invitación. Hice un gesto con mis labios, cerré la puerta y salí.
(Libertad bajo palabra 6)


Segunda chance
   Martín Gardella

   Diez años después, todavía él lamenta aquel beso que no dio. Ella, en cambio, gastó una fortuna en terapia para superar su indiferencia. Hoy siguen solos.
   Un encuentro casual en el subterráneo les regalará una nueva oportunidad. Sin embargo, ella sólo sonreirá y le contará que está muy bien, que ahora vive en Burzaco. Y él pensará que ella está mucho más linda que en sus recuerdos, pero solo atinará a decirle que fue una alegría encontrarla, que hacía mucho tiempo que no se veían. No se animará a pedirle un número de teléfono, y mucho menos a robarle un beso.
   Ella abandonará el subterráneo en la estación Callao, aunque debía bajarse en Malabia, y sus ojos se humedecerán mientras suba la escalera mecánica. Desconcertado, él continuará su viaje hasta la terminal. Se justificará pensando que ella seguramente debe tener pareja, y que Burzaco queda bastante lejos. 


El viejo cofre de Nuri Bey
   Anónimo (Derviches errantes. Siglo XIII)

   Nuri Bey era un reflexivo y respetado albanés que había desposado una mujer mucho más joven que él.
   Un atardecer, habiendo retornado a su hogar más temprano que de costumbre, un fiel sirviente se le acercó y dijo:
   —Vuestra esposa, nuestra señora, está actuando sospechosamente. Se encuentra en sus aposentos con un enorme cofre, que perteneció a vuestra abuela, suficientemente grande para esconder un hombre. Tal vez habría en él sólo unos bordados antiguos. Creo que ahora debe haber mucho más en él. Ella no permite que yo, vuestro más antiguo criado, averigüe qué hay en él.
   Nuri fue a la habitación de su mujer, y la encontró sentada, desconsolada, junto a la enorme caja de madera.
   —¿Quieres mostrarme qué hay en el cofre? —preguntó.
   —¿Debido a la sospecha de un sirviente, o porque no confías en mí?
   —¿No sería más fácil abrirlo, sin pensar en insinuaciones? —preguntó Nuri.
   —No creo que sea posible.
   —¿Está cerrado?
   —Sí.
   —¿Dónde está la llave?
   Ella la mostró.
   —Despide al sirviente y te la daré.
   El sirviente fue despedido. La mujer entregó la llave y se retiró, obviamente perturbada.
   Nuri Bey pensó un largo rato. Luego llamó a cuatro de sus jardineros. Juntos transportaron el cofre, por la noche, sin abrirlo, a un distante lugar de la finca y lo enterraron. El asunto nunca más fue mencionado.

Fernando Botero

Despecho
   Andrés Neuman

   A Violeta le sobran esos dos kilos que yo necesito para enamorarme de un cuerpo. A mí, en cambio, me sobran siempre esas dos palabras que ella necesitaría dejar de oír para empezar a quererme.
(El que espera. Barcelona: Anagrama, 2000)


A cualquier Natasha
   Héctor Sierra

   Tú ya no eres la misma Natasha. No eres aquella hermosa niña que conocí entre kashtanes frondosos, que camino conmigo ingrávida, pisoteando caídas hojas de otoño; aquella que me acompañó a lo largo de la calle Vasilkóvskaya, tan silenciosamente tomada en mi mano sin intentar siquiera una comunicación que, de todos modos, habría resultado imposible —yo no hablaba tu idioma, ni tú el mío—. Ya no eres la misma adolescente que caminaba flotando como balerina, que sonreía con ingenuidad dulce y preciosa mientras yo te admiraba con mis ojos cómplices de nuestro deseo mutuo: descubrir el amor a los 17 años.
   Pero ahora, después de tanto tiempo, tú ya no eres la misma Natascha. Ya no eres Natalie, ni siquiera Nata. Eres Natalia Vladímirovna Jandránova. Eres una simple obrera textil. Estás casada con un apestoso alcohólico. Tienes un hijo al que han arrestado repetidas veces por delincuencia. Estás exageradamente gorda, casi deforme, mal vestida, tu dentadura descuidada y llevas una triste expresión de cansada angustia en tu rostro. Vas apresurada por la calle Kreshátik, como cualquier transeúnte, abstraída en tus lejanos recuerdos, pensando nostálgica que en alguna ocasión todo habría podido ser distinto; y, tal vez por eso, has pasado cerca de mí, casi empujándome, dejando escapar un mecánico y formal “izviñitie” y sin reconocerme.
(Minicuentos de Elipsiada. Bogotá: Centro Colombo-Americano, 1993)


A cualquier Mauricio
   Héctor Sierra

   Tú ya no eres el mismo Mauricio. No eres aquel muchacho tonto que me persiguió embobado a todo lo largo de la calle Vasilkóvskaya, tan ridículamente maravillado como aborigen recién escapado de la jungla y embrujado al descubrir una diosa; aquel que no se atrevía ni siquiera a mirarme a los ojos, no por humildad, sino por cobardía; que tampoco necesitaba decir nada porque sus intenciones eran obvias. No eres el mismo extranjero insolente que me miraba con ojos libidinosos después de que te ofreciera mi mano por lástima.
   Pero ahora, después de tanto tiempo, tú ya no eres el mismo Mauricio. Ya no eres Maurik, ni siquiera Mao. Eres Mauricio Rodríguez González. Eres un ingeniero emergente. Estás casado con una hermosa mujer que te es infiel. Tienes un hijo al que han arrestado repetidas veces por delincuencia, al que no conoces y que heredó tu espíritu de patanería y tu folklórico sentido de la irresponsabilidad. Estás exageradamente gordo y llevas la mirada de quien ha comido bien y no tiene preocupaciones. Vas caminando tranquilo como si lo que hubieras dejado de hacer en el pasado no hubiese alterado tu destino; y por eso es que cuando pasas a mi lado en la calle Kreshátik, haciéndote el distraído como quien mira a otra parte, te he pisado los zapatos nuevos, te he empujado con desprecio y he dejado escapar un merecido “sukin syn” haciéndote saber que te reconozco.
(Minicuentos de Elipsiada. Bogotá: Centro Colombo-Americano, 1993)