domingo, 19 de enero de 2014

96. Minicuentos populares italianos

Editor invitado: Italo Calvino


Nerón y Berta
   (Roma)

   Berta era una pobre hilandera, muy habilidosa, que se pasaba el día trabajando. Una vez, en la calle, se encontró con Nerón, emperador romano, y le dijo:
   —¡Dios te dé salud para que vivas mil años!
Nerón, que era tan déspota que nadie lo podía ver, se quedó tieso al oír que alguien le deseaba que viviera mil años y repuso:
   —¿Y por qué me dices eso, buena mujer?
   —Porque, después de uno malo, siempre viene uno peor.
   —Bien. Todo lo que hiles desde ahora hasta mañana por la mañana, llévamelo al palacio —le dijo Nerón, y se marchó.
   Berta, hilando, pensaba: “¿Qué querrá hacer con el lino que estoy hilando? ¡Mientras que mañana no lo use como cuerda para colgarme! De ese tirano se puede esperar cualquier cosa”.
Por la mañana, se presenta puntualmente en el palacio. Nerón la hace entrar, recibe todo el lino que había hilado, y le dice:
   —Sujeta un extremo del ovillo en la puerta del palacio y camina hasta que se termine el hilo.
Luego, llamó al mayordomo de palacio y le dijo: 
   —En toda la longitud del hilo, el espacio de uno y otro lado del camino pertenece a esta mujer.
   Berta le dio las gracias y se fue muy contenta. A partir de entonces, ya no tuvo necesidad de hilar, pues se había convertido en una señora.
   Cuando la noticia se difundió en Roma, todas las mujeres que comían una vez al día se presentaron a Nerón con la esperanza de recibir un regalo como el que había recibido Berta. Pero Nerón respondía:
   —Ya pasaron los tiempos en que Berta hilaba.


El devoto de San José
   (Verona)

   Había uno que sólo era devoto de San José: a él le rezaba todas las oraciones, le prendía las velas, por él daba las limosnas; en fin, sólo vivía para San José. Llegó el día en que murió. San Pedro no quería recibirlo, porque todo lo que había hecho de bueno en la vida era rezarle a San José. De buenas acciones, ni hablar; y el Señor, la Virgen y los otros Santos parecían no existir para él.
   —Ya que he llegado hasta aquí —dijo el devoto de San José—, al menos déjeme verlo.
   San Pedro lo mandó a llamar. Salió San José y apenas vio a su devoto, exclamó:
   —Pero qué bien, estoy contento de tenerte con nosotros. Ven, pasa.
   —No puedo. Éste no quiere.
   —¿Y por qué?
   —Dice que sólo te recé a ti, y nada a los otros Santos.
   —Ah, vamos, qué importa. Pasa igual.
   Pero San Pedro se obstinó en que no quería. Palabra va, palabra viene, al fin San José le dijo:
   —¡O lo dejas entrar, o me llevo a mi mujer y a mi hijo y me voy con el Paraíso a otra parte!
   Su mujer era la Virgen y su hijo era Nuestro Señor. San Pedro pensó que lo mejor era acceder y dejarlo entrar.


Marzo y el pastor
   (Córcega)

   Había un pastor que tenía más ovejas y carneros que granos de arena hay en la orilla del mar. Pese a todo, siempre andaba preocupado de que se le muriese alguno. El invierno era largo, y el pastor no hacía más que suplicar a los Meses:
   —¡Diciembre, sé propicio! ¡Enero, no me mates las bestias con la helada! ¡Febrero, si te portas bien conmigo, siempre te rendiré honores!
   Los Meses oían los ruegos del pastor y, sensibles como son a todo acto de homenaje, no mandaron lluvia ni granizo, ni enfermedad del ganado. Las ovejas y los carneros continuaron pastando todo el invierno y ni siquiera pescaron un resfriado.
   Pasó también Marzo, que es el mes de carácter más difícil; y anduvo bien. Se llegó al último día del mes, y el pastor ya no tenía miedo de nada; ahora vendría Abril, la primavera, y el rebaño estaba a salvo. Dejó su tono suplicante y empezó a burlarse y a fanfarronear.
   —¡Oh, Marzo! ¡Oh, Marzo! Tú que eres el terror de los rebaños, ¿a quién crees que asustas? ¿A los corderitos? ¡Vamos, Marzo, yo ya no tengo miedo! ¡Estamos en primavera, ya no puedes causarme daño! ¡Marzo tonto, puedes irte directamente a donde ya sabes!
   Al oír las palabras de ese ingrato, Marzo perdió los estribos. Corrió hecho una furia a casa de su hermano Abril y le pidió prestados tres días. Abril accedió, pues le tenía cariño a su hermano. Entonces, Marzo recogió vientos, tempestades y pestes que andaban sueltos y después los descargó sobre el rebaño del pastor. El primer día, murieron todos los carneros y las ovejas que no estaban muy fuertes. El segundo día, les tocó a los corderos. El tercer día, no quedó un animal vivo en todo el rebaño… y al pastor sólo le quedaron los ojos para llorar.


Los bielleses, gente dura 
   (Biella)

   Un campesino iba un día hacia Biella. El tiempo era tan malo que casi no se podía avanzar por las calles. Pero tenía un compromiso importante y seguía su rumbo con la cabeza gacha, contra la lluvia y la tempestad.
   Encontró a un anciano que le dijo:
   —¡Buenos días! ¿Adónde vas, buen hombre, con tanta prisa?
   —A Biella —dijo el campesino sin detenerse.
   —Podrías decir al menos: “si Dios quiere”.
   El campesino se detuvo, encaró al anciano y le replicó:
   —Si Dios quiere, voy a Biella; y si Dios no quiere, debo ir igual.
   Ahora bien, ese anciano era el Señor.
   —Entonces irás a Biella dentro de siete años —le dijo—. Mientras tanto, salta a ese pantano y quédate allí.
   Y el campesino súbitamente se convirtió en rana, dio un brinco y se quedó en el pantano.
   Pasaron siete años. El campesino salió del pantano, se transformó en hombre, se enfundó el sombrero en la cabeza, y reanudó su marcha.
   A los pocos pasos, volvió a encontrarse con el anciano.
   —¿Adónde vas, buen hombre?
   —A Biella.
   —Podrías decir: “si Dios quiere”.
   —Si Dios quiere, bien; si no, ya sé cuál es el trato, y sé cómo ir sólo a ese pantano.
   Y no hubo modo de sacarle otra respuesta.


La ciencia de la pereza
   (Trieste)

   Para los turcos, Dios no nos ha impuesto castigo más brutal que el trabajo. Por esa razón, cuando su hijo cumplió 14 años, un viejo turco, buscó al profesor de la comarca para que se ejercitara en la pereza.
   El profesor era conocido y respetado, pues en su vida sólo había escogido la senda del menor esfuerzo. El viejo fue a visitarlo y lo encontró en el jardín, tendido sobre cojines, a la sombra de una higuera. Lo observó un poco, antes de hablarle. Estaba quieto como un muerto, con los ojos cerrados, y sólo cuando escuchaba el ¡chas! que anunciaba la caída de un higo maduro a poca distancia, estiraba lánguidamente el brazo para cogerlo, llevárselo a la boca y tragárselo.
   “Éste es, sin duda, el profesor que necesita mi hijo”, se dijo. Se acercó y le preguntó si estaba dispuesto enseñarle a su hijo la ciencia de la pereza.
   —Hombre —le dijo el profesor con un hilo de vos—, no hables tanto que me canso de escucharte. Si quieres transformar a tu hijo en un auténtico turco, mándamelo y basta.
   El viejo llevó a su hijo, con un cojín de plumas debajo del brazo, y le dijo:
   —Imita al profesor en todo lo que no hace.
   El muchacho, que sentía especial inclinación por esa ciencia, vio que el profesor, cada vez que caía un higo, estiraba el brazo para recogerlo y engullirlo. “¿Por qué esa fatiga de estirar el brazo?”, pensó, y se mantuvo recostado con la boca abierta. Le cayó un higo en la boca y él, lentamente, lo mandó al fondo. Luego volvió a abrir la boca. Cayó otro higo, esta vez un poco más lejos; el discípulo no se movió, sino que dijo, muy despacito:
   —¿Por qué tan lejos? ¡Higo, cáeme en la boca!
   El profesor, al advertir la sapiencia de su discípulo, le dijo:
   —Vuelve a casa, que aquí nada tienes que aprender. Soy yo, más bien, quien debe aprender de ti.
   Y el hijo volvió con el padre, que dio gracias al cielo por haberle dado un vástago tan ingenioso.


Doña Bóreas y don Favonio
   (Molise)

   Una vez, doña Bóreas andaba con ganas de casarse. Fue a casa de don Favonio y le dijo:
   —Don Favonio, ¿quieres ser mi marido?
   Favonio era un tipo apegado a su dinero y las mujeres no le caían bien. De manera que, sin muchas vueltas, le contestó:
   —No, doña Bóreas, porque no tienes ni un céntimo para la dote.
   Doña Bóreas, tocada en su punto flaco, se puso a soplar con todas sus fuerzas sin detenerse un minuto, aun a riesgo de que le estallaran los pulmones. Sopló tres días y tres noches consecutivas, y durante tres días y tres noches cayó una intensa nevada: campos, montes y aldeas se cubrieron de blanco.
   —Ahí tienes mi dote —le dijo a Favonio—. Y tú que decías que no tengo nada. ¿Te basta?
   Y se fue a descansar de la fatiga producida por tres días de soplar sin interrupción.
   Favonio no dijo ni que sí ni que no; se encogió de hombros y se puso a soplar. Sopló tres días y tres noches, y durante tres días y tres noches, los campos, montes y aldeas sufrieron una vaharada de calor que derritió hasta el último copo de nieve.
   Doña Bóreas, después de un sueño reparador, se despertó y vio que no quedaba nada de su dote.
   —¿A dónde ha ido a parar tu dote, doña Bóreas? —se mofó Favonio—. ¿Todavía quieres que me case contigo?
   Doña Bóreas le dio la espalda.
   —No, don Favonio, nunca querría ser tu mujer, porque en un día eres capaz de convertir en humo mi dote.


El campesino astrólogo
   (Mantua)

   Un rey había perdido un anillo precioso. Buscó por aquí, buscó por allá, pero no apareció. Entonces, hizo promulgar un bando: haría rico al astrólogo que le dijera dónde estaba el anillo. Ante esto, Cámbara, un campesino que no tenía un centavo y que no sabía leer ni escribir, fue a ver al rey. Éste le asignó un aposento donde sólo había una cama y una mesa con un gran libraco de astrología, papel y tinta. Cámbara se sentó a la mesa, hojeó el libro sin entender nada e hizo unos garabatos. Como no sabía escribir, le salían signos muy extraños, y los criados que entraban para traerle de comer pensaron que debía ser un astrólogo muy sabio.
   Eran los criados quienes habían robado el anillo. Como tenían la conciencia sucia, las miradas que, para darse aires de autoridad, les lanzaba Cámbara, les parecían miradas de suspicacia, y empezaron a temer ser descubiertos. Cámbara, que no era astrólogo sino campesino y, por lo tanto, malicioso, no había tardado en sospechar de los criados, y les urdió una trampa: se ocultó bajo la cama y cuando el primero entró, gritó: “¡Uno!”; el criado dejó el plato y se retiró espantado. Entró el segundo criado y escuchó esa voz que parecía salir debajo de la tierra: “¡Dos!”; también él emprendió la fuga. Entro el tercero: “¡Y tres!”. Los criados se consultaron y decidieron hablar:
   Somos gente humilde le dijeron a Cámbara. Si le decís al Rey, estamos perdidos.
   Tomad el anillo y hacédselo tragar a ese pavo que anda por el patio. Dejad el resto de mi cuenta.
   Al otro día, Cámbara se presentó ante el Rey y le dijo que, tras prolongados estudios, había logrado averiguar que un pavo se había tragado el anillo. Despanzurraron al pavo y encontraron la joya perdida. El Rey colmó al astrólogo de riquezas y ofreció un banquete en su honor, con todos los Notables del reino. Entre otros manjares, se sirvió un plato de cámbaros, un presente de otro Rey, que eran desconocidos en esa región.
   Tú, que eres astrólogo le dijo el Rey al campesino, deberías saber decirme cómo se llama esto que hay en el plato.
   El pobre nada sabía de esos animalitos y se dijo para sí, a media voz:
   Ah, Cámbara, Cámbara, ¡qué mal fin has tenido!
   ¡Muy bien! dijo el Rey, que ignoraba el verdadero nombre del campesino, lo has adivinado. Ése es el nombre: “cámbaros”. Eres el astrólogo más grande del mundo.