Lingüistas
Mario Benedetti
Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.
De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:
¡Qué sintagma!
¡Qué polisemia!
¡Qué significante!
¡Qué diacronía!
¡Qué exemplar ceterorum!
¡Qué Zungenspitze!
¡Qué morfema!
La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.
Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró casi en su oído: ''Cosita linda".
Trabajos de estiramiento
Julio Cortázar
Gálvez patea de media cancha, la pelota da en el travesaño y cae en la sopera justo cuando la señora Delossi va a meter el cucharón para servir al escribano Torres que se queda con el plato hondo en la mano mirando fijo hasta que diversas señoritas de la acción católica se compadecen y le ponen monedas de cinco pesos que al final son cuatrocientos, suma con la que se podrá hacer frente al transporte entre mi casa y la de la Tota, que ha llamado por teléfono para clamar que el pescadito de color se está quedando en el fondo de la pecera y que en la familia temen una intoxicación por exceso de cloro o algo así, de manera que durante el viaje que dura su media hora voy estudiando un plan de acción, lavaje de estómago con la bombilla del mate soplada a fondo, flexión de agallas y cambio del agua corriente por unos litros de pura Villavicencio nacida de manantiales andinos, patria chica de Gálvez que expulsado por el árbitro because patada en culo contrafórward contrario sale de la cancha arrancándose la camiseta y llorando como un hombre.
(Último round)
El chofer nuevo [sin la letra ‘a’]
Enrique Jardiel Poncela
Siempre que el chófer nuevo puso en movimiento el motor de mi coche ejecutó sorprendentes ejercicios llenos de riesgos y sembró el terror en todos los sitios: destrozó los vidrios de infinitos comercios, derribó postes telefónicos y luminosos, hizo cisco trescientos coches del servicio público, pulverizó los esqueletos de miles de individuos, suprimiéndoles del mundo de los vivos, en oposición con sus evidentes deseos de seguir existiendo; quitó de en medio todo lo que se le puso enfrente; hendió, rompió, deshizo, destruyó; encogió mi espíritu, superexcitó mis nervios… pero me divirtió de un modo indecible, porque no fue un chófer, no; fue un simún rugiente.
¿Por qué este furor, este estropicio continuo? ¿Por qué si dominó el coche como no lo hizo ningún chófer de los que tuve después? Hice lo posible por conocer el misterio:
—Es preciso que expliques lo que te ocurre. Muchos infelices muertos por nuestro coche piden un desquite… ¡Que yo mire en lo profundo de tus ojos! ¿Por qué persistes en ese feroz proceder, en ese cruel ejercicio?
Inspeccionó el horizonte, medio sumido en el crepúsculo, y moderó el correr del coche. Luego hizo un gesto triste.
—No soy cruel ni feroz, señor —susurró dulcemente—. Destrozo y destruyo y rompo y siembro el terror… de un modo instintivo.
—¡De un modo instintivo! ¿Eres entonces un enfermo?
—No. Pero me ocurre, señor, que he sido muchísimo tiempo chófer de bomberos. Un chófer de bomberos es siempre el dueño del sitio por donde se mete. Todo el mundo le permite correr; no se le detiene; el sonido estridente e inconfundible del coche de los bomberos, de esos héroes con cinturón, es suficiente y el chófer de bomberos corre, corre, corre… ¡Qué vértigo divino!
Concluyó diciendo:
—Y mi defecto es que me creo que siempre voy conduciendo el coche de los bomberos. Y como esto no es cierto, y como hoy no soy, señor, el dueño del sitio por donde me meto, pues, ¡pulverizo todo lo que pesco!...
Y prorrumpió en sollozos.
Una mesa es una mesa
Peter Bichsel
El viejo daba en las mañanas y en las tardes un paseo, cambiaba unas palabras con su vecino y por las noches se sentaba a la mesa. Siempre lo mismo, incluso los domingos. Al sentarse oía el tic-tac, el eterno tic-tac del despertador.
Hasta que llegó un día distinto, de sol, ni demasiado caluroso ni demasiado frío, con gorjeos de pájaros, gente amable y niños jugando. De repente, al viejo le gustó todo aquello. Sonrió. “Todo va a cambiar ahora”, pensó. Se desabrochó el botón del cuello y apresuró el paso, flexionando, incluso, las rodillas al andar. Llegó a su calle, saludó a los niños y entró. Pero en el cuarto todo seguía igual; tan pronto se sentó, volvió a oír el dichoso tic-tac. El viejo montó en cólera. Vio en el espejo cómo se le enrojecía la cara, frunció el ceño, apretó convulsivamente las manos, levantó los puños y golpeó la mesa gritando: “¡Tiene que cambiar, todo tiene que cambiar!”. Y dejó de oír el despertador. Luego empezaron a dolerle las manos, le falló la voz, volvió a oír el despertador.
—Siempre la misma mesa —dijo el viejo—, las mismas sillas, la cama, el cuadro. Y a la mesa la llamo mesa, al cuadro, cuadro, la cama se llama cama. ¿Por qué? Los franceses llaman a la cama ‘li’ y a la mesa ‘tabl’ y se entienden. Y los chinos también se entienden. “Por qué no se llama la cama cuadro”, pensó el viejo y sonrió. Rió hasta que los vecinos dieron golpes a la pared gritando “¡silencio!”. “Ahora van a cambiar las cosas”, se dijo y llamó a la cama ‘cuadro’.
—Tengo sueño, me voy al cuadro —dijo. Y por la mañana se quedaba a veces echado largo tiempo en el cuadro, pensando cómo llamar a la silla, y la llamó ‘despertador’. Se levantó, se sentó en el despertador y apoyó los brazos en la mesa, que ahora se llamaba alfombra. Así, pues, por la mañana abandonó el cuadro, se sentó en el despertador frente a la alfombra y empezó a pensar en los nuevos nombres de las cosas. A la cama la llamó cuadro; a la mesa, alfombra. A la silla, despertador. Al periódico lo llamó cama. Al despertador, álbum de fotografías. Al armario, periódico. A la alfombra la llamó armario. Al cuadro, mesa. Y al álbum de fotografías, espejo.
Así pues: por la mañana se quedó echado durante largo tiempo en el cuadro, a las nueve sonó el álbum de fotografías, se levantó y se puso encima del armario para que no se le helaran los pies; sacó la ropa del periódico, miró en la silla de la pared, se sentó en el despertador frente a la alfombra y hojeó el espejo hasta encontrar la mesa de su madre.
Lo cambió todo de nombre; él ya no era un viejo sino un pie y el pie era una mañana y la mañana un viejo. Sonar significó poner; helarse, mirar; estar echado significó sonar; levantarse, helarse; poner quería decir hojear. De modo que por el viejo se quedó el pie durante largo tiempo sonando en el cuadro, a las nueve puso el álbum de fotografías, el pie se heló y hojeó en el armario para que no mirara la mañana.
Compró cuadernos azules y los iba llenando de nuevas palabras. Tenía mucho trabajo y apenas se le veía por la calle. Aprendió los nuevos nombres de las cosas y fue olvidando los antiguos. De vez en cuando soñaba incluso en el nuevo idioma. Más tarde tradujo las canciones de su infancia y las cantaba en voz baja. Pronto le resultó difícil traducir. Había olvidado casi por completo el viejo idioma y tenía que buscar las palabras justas en sus cuadernos azules. Le atemorizaba hablar, pues la gente llama cama al cuadro; a la alfombra, mesa; al despertador, silla; a la cama, periódico; al espejo lo llama la gente álbum de fotografías, y así...
Llegó al extremo de entrarle la risa cuando oía hablar a la gente: “¿Va a ir usted mañana al partido de fútbol?”. O cuando alguien decía: “Hace dos meses que no para de llover”. Le entraba risa por el sentido que tenían esas frases o porque no las entendía. Por eso callaba. Hablaba solamente consigo mismo y ni siquiera saludaba.
Solución a nuestro problema núm. 60 ‘Crucigramas cruzados’
Jorge Enrique Adoum
(Entre Marx y una mujer desnuda)
Noel
Juancarlos Moyano Ortiz
Nació cadáver.
Envejeció y con los años, poco a poco, se le enderezó la columna vertebral, sanó del reumatismo y la piel se le fue templando en una sonrosada lisura.
Se acostó con bellas mujeres, triunfó en las apuestas hípicas, acertó el gordo en tres loterías y con habilidad postmatura ocupó importantes puestos en la administración de gobierno.
Sintió el amor entre las venas como una fría culebra que lo recorrió de pies a cabeza. Supo de las dichas de una amante niña, hasta cuando ella decidió abandonarlo: Siendo una mujer adulta y él un chico de pocos años.
Antes de volver al vientre materno y asumir la movención renacuaja de un espermatozoide y ser la dicha y los espasmos de dos enamorados, grabó en su diminuto instinto el sonido de los gemiditos amorosos de su madre.
(La pasión de las lunas. Bogotá: Puesto de combate, 1980)
Cuento con ce
Carlos López
Carmiña camellaba como cualquiera —clarifico concepto “cualquiera”: casquivana, canina confianzuda, callejera—. Caminaba calles capitalinas contoneando caderas, cazando clientes. Cabello castaño claro, cuerpo con curvas, cara coloreada con cuantioso carmesí, corsé con cintas colgantes, cinturón cuero culebra, calzado cuero cocodrilo, carterón corroído. Ceño cansado, cadencioso caminar… ¡completamente concupiscente!
Caminando, cazó cliente corpulento con carro (Citroën), camisa carísima (con cocodrilito), corbata (Capezio), calzado (Corona) con colores clásicos, calcetines (Cordani), cumbamba con candado, colonia (Cartier). Cliente con casamiento consumido, con complicaciones caseras, consuetudinariamente compraba cariño callejero. Cliente cuestiona: “¿Cuánto?”. Carmiña calcula: carro, corbata, categoría, capital considerable… “Cincuenta” —comenta—. Cliente consulta cartera, cuenta capital con cuidado, cara codiciosa, comercia: “Cuarenta… comprenda: crisis, consumos caseros”. Carmiña consistente, canta: “Cincuenta”… cliente cede: “¡Camine!”.
Cliente conduce. Ciudad capital: centros comerciales, clubes, cantinas… consigue coronar centro: carrera catorce con cuarta, cuchitril currambero, canciones conocidas. Comparten coñac, Carmiña con calma, consume colilla. Conversan cosas caseras, contexto citadino... Comentan condiciones contrato: coito corto, cero cóleras, cero cachiporrazos, cero cocaína, compensación cumpliendo complacencias. Cliente consulta constantemente cronómetro… ¿Cuándo comenzamos, cuchi-cuchi?
Cuarto con cenefas cursis, cortinas cochinas, claraboyas curiosas con claroscuros, cuadros convencionales, catre colosal. Cliente consume cápsulas catapultadoras: cauteloso, colócase condón. Carmiña competente, con certeza, comienza con caricias calentadoras, cabalga cliente —¡cliente contentísimo!—. Cumpliendo cabalmente con contrato, compone Camasutra completo: carretilla, cuna, cabalgata, columpio, cucharita… ¡cuánta cochinada conocida! Cliente campante: cúspide, cumbre, cima, caudal, cascada, cataclismo, culminación, clímax… cansancio. Convulso, ciertamente complacido, cancela Carmiña cien. Cada cual comienza confianzudamente colocándose cucos, calzoncillos, calcetines, camisa, corbata, calzado, cartera, cinturón… Cliente: carro, Carmiña: calle.
¡Catástrofe, compañeros!: condón construido Corea con cero calidad, con cráter contraproducente, capullo con cavidad causa concepción casual. Carmiña concibe criatura. Como condenada, comienza calvario con crianza. Colérica, crispada, contrariada, cede criatura. Comadrona cría Calixto con cariño. Calixto con cutis claro, cabello castaño consonante con cabello Carmiña. Crece: cuatro, cinco. Cuando cinco, cursa colegio. Cotidianidades colegiales: cuadernos, crayones, columpios, cuentos, colombinas… colegial concentrado, comprensivo, colega carismático, colaborador con cada compañero.
Cuando cuenta con catorce, conoce Carlota: cuarentona cuidadosamente conservada, ciclista compulsiva, cero cigarrillo, cabello con canas coloreadas, cuerpo celestial comparado con culicagadas. Cuarenta calendarios, calurosos, calientes, ¡candentes! Cuchibarbie coquetona conoció crecimiento Calixto, codició cuerpo, cara, castidad. Cazadora curtida, comienza conquista con comentarios cochinitos, con cuentos calientes, con condiciones cubiertas… Calixto, cándido, come carnada. Comparten cópula. Consumada circunstancia carnal, Carlota confiesa con culpabilidad: “Calixto, conocí Carmiña… ¡compartimos como compañeras!… ¡compinches!”. Calixto consternado: “¿Cómo? Carmiña casquivana, callejera, cuquifloja, culipronta…”. Confundido, consulta clarividente. Cassandra, concentrada, consulta canica cristal: “¡Calamidad celestial! —comenta—: confirmado, concebido casualmente”. Calixto con congoja, considérase cucaracha canequera. Clama confundido, contemplando cielo: ¡Cómo! ¿cómo?, ¡concebido con cliente! ¿Cuál?… ¿constructor? (corroncho con caminado cursi), ¿carnicero? (caricortado con cuchillo), ¿conductor? (cretino con certificado). ¿cura? (cachondo consagrado), ¿contador? (cicatero con consentimiento), ¿canciller? (con carácter corrupto, cínico, convence comunidad con cuentos cañeros), ¿cuentista? (cobarde componiendo cuentos con ce), ¿consejero? (corrector, crítico, curtido con canas)… cualquiera… ¡Caray! ¡Carambolas! ¡Cáspita! ¡Carachas! ¡Carajo!
Consternadísimo, camina cabizbajo. Colapsa. Concluye cruelmente contrato cósmico… consumiendo cianuro. Cementerio Central, Catacumba cuatrocientos.
Cuento continuará… (Casualmente, Carlota carga cigoto).