domingo, 28 de octubre de 2012

64. Dramas y caballeros I


La espera
   Roland Barthes

   Un mandarín estaba enamorado de una cortesana. “Te perteneceré, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado en un escabel, en mi jardín, bajo mi ventana”. Pero, la noche número noventa y nueve, el mandarín se levantó, tomó su escabel y se fue.

Revista El Cuento, No. 84, Noviembre-Diciembre 1980 Tomo XIII – Año XVI Pág. 390


Amor
   Raúl Brasca

Amor I
   A ella le gusta el amor. A mí no. A mí me gusta ella, incluido, claro está, su gusto por el amor. Yo no le doy amor. Le doy pasión envuelta en palabras, muchas palabras. Ella se engaña, cree que es amor y le gusta; ama al impostor que hay en mí. Yo no la amo y no me engaño con apariencias, no la amo a ella. Lo nuestro es algo muy corriente: dos que perseveran juntos por obra de un sentimiento equívoco y de otro equivocado. Somos felices.

Amor II
   Pretende que yo estoy enamorada del amor y que a él sólo le interesa el sexo. Dejo que lo crea. Cuando su cuerpo me estremece, lo atribuye a sus muchas palabras. Cuando mi cuerpo lo estremece, lo atribuye a su propio ardor.
   Pero me ama. Y no lo saco de su engaño porque lo amo. Sé muy bien que seremos felices lo que dure su fe en que no nos amamos.
Todo tiempo futuro fue peor. Thule, 2004


Una mujer por cárcel
   Fabio Martínez

   Si él quería unos zapatos de polvo de diamante, ella quería unos de corbatín de murciélago; si él pedía al desayuno huevos revueltos con jamón y queso (porque era un hombre ovíparo), ella pedía carne muerta frita; si él quería una cama giratoria de plumas de ganso, ella quería una cama fija y sencilla de faquir; si él decía que quería conocer Suecia, ella hablaba del África negra; si él decía que quería ir al gimnasio y bajar de peso, ella prefería ir de compras a Unicentro con sus tarjetas de crédito; si él sugería óvulos, ella optaba por diafragmas; si él pedía pavo al vino (porque era un cernícalo), ella pedía lechona tolimense; si él le decía, adiós, currucutaca linda, ella respondía, adiós, monstruo precolombino; si él quería hacer el amor en la noche, ella prefería leer El arte del tao; si él pedía de postre flan de caramelo, ella pedía aceite de jengibre; si él cantaba Rocío Jurado, ella lo hacía con Bola de Nieve; si él quería pasar vacaciones en San Andrés y Providencia, ella quería pasarlos en La cueva de los Guácharos; si a él le gustaba Paul Klee (por la economía del lenguaje), ella daba la vida por Fernando Botero; si él mencionaba hijos, ella optaba por perros y gatos; si él hablaba de llevar una vida sibarita, ella decidía afiliarse a la Sagrada Orden de la Mesa Redonda; si él compraba un reloj en forma de corazón, de tablero nacarado y agujas doradas, ella compraba un reloj de ferrocarrilero; si él llegaba a mencionar que le derretían las nínfulas de catorce años (era un pedofílico degenerado), ella, sencillamente lo mataba. 
   Era un hombre a quien le habían dado la mujer por cárcel.
Del amor inconcluso. Bogotá: Común Presencia, 2006




Duchazos
   Mempo Giardinelli

   Carmen y yo teníamos la costumbre de ducharnos juntos, en las mañanas, y nos contábamos nuestros sueños. En ella eran frecuentes los bosques de pinos y la nieve; en mí, niños jugando a las bolitas en las siestas calcinantes del verano chaqueño.
   Para ella, las pesadillas eran excepcionales, con globos rojos y mortíferos que estallaban ante su propia cara. Se veía a sí misma como una niñita extraviada en la Patagonia que, huyendo de los globos, llegaba a una gran ciudad donde la esperaban patrulleros con banderitas argentinas y globos rojos adentro, que salían a perseguirla.
   Para mí, en cambio, las pesadillas eran reiteradas y casi siempre como una misma película: yo era una especie de planta inmóvil y las hormigas subían y me comían; yo gritaba pero no emitía sonido alguno, o nadie me escuchaba. Carmen decía que mi pesadilla le recordaba a ciertos climas de películas de Bergman.
   Durante aquellos duchazos, siempre, inevitablemente, se nos quemaba el café. Pero éramos felices.
Soñario. Buenos Aires: Edhasa, 2008


Destello 2
   Roberto Burgos Cantor

   En un café.
   En la esquina.
   En un parque.
   En la estación del tren.
   La mujer: Oye: ¿si ella no llega, te vendrías conmigo?
   (El hombre, a quien se dirige, se asusta. La duda lo confunde.)
   La mujer (Insiste): Oye: si no es para tanto. A ustedes el azar les dura menos de un segundo.
   El hombre (Pone cara de pedir clemencia): Mira. Espera. Espera. Me tienes confundido. ¿Qué me quieres decir?
   La mujer (Risa de picardía): Oye: lo-que-te-digo.
   El hombre (Desvía la mirada): ¿Cómo así? Eso del azar... ¿Tú eres filósofa?
   La mujer (Suave paciencia): Oye: nada. Si ella no viene y tú te atreves a venirte conmigo, después querrás volver para saber por qué ella no vino. Y yo no te importaré.
   El hombre (Ahora la mira. Se anima): Tantos pensamientos matan la aventura, su deseo.
   La mujer (Sonríe): Oye: los pensamientos no. Será tu incertidumbre. O... será tu cobardía.
   El hombre (Cara de susto): Mira: mejor yo me quedo aquí. Perdona. Si ella no viene, yo no me muero. Me salvaste. Perdona...
Revista Conversaciones desde La Soledad. No. 3. Bogotá: enero de 2003


138
   Édgar Allan García

   Lo que en verdad amaba de él era su forma de ser cuando estaba con él. No era entonces él, en tanto persona específica, lo que a ella le atraía, sino su potencial transmutatorio, esa misteriosa capacidad para activar en ella su verdadero yo. La paradoja consistía, por tanto, en que lo que amaba de él era que, junto a él, ella podía amarse a sí misma.
333 micro-bios. Quito: 2011


Mascarada e impostura
   Guillermo Bustamante Zamudio

Acto I
   Ella: tersa, olorosa, recatada.
   Él: tosco, oloroso, volcánico.
   Resultado: frigidez.

Entreacto
   Silicona, gimnasia, dieta, desodorante, cirugía estética, glamour.

Acto II
   Ella: tosca, olorosa, volcánica.
   Él: terso, inodoro, recatado.
   Resultado: disfunción eréctil.
Disposiciones y virtudes (Inédito)