domingo, 16 de septiembre de 2012

61. Escritores argentinos II


Editor invitado: Raúl Brasca

El cigarrillo
   Enrique Anderson Imbert
   (1910 – 2000)

   El nuevo cigarrero del zaguán —flaco, astuto— lo miró burlonamente al venderle el atado.
Juan entró en su cuarto, se tendió en la cama para descansar en la oscuridad y encendió en la boca un cigarrillo.
   Se sintió furiosamente chupado. No pudo resistir. El cigarro lo fue fumando con violencia; y lanzaba espantosas bocanadas de pedazos de hombre convertidos en humo.
   Encima de la cama el cuerpo se le fue desmoronando en cenizas, desde los pies, mientras la habitación se llenaba de nubes violáceas. 


Un matrimonio
   Adolfo Bioy Casares
   (1914 – 1999)

   Ella, ex mucama. El, ex chauffeur. Gente responsable y trabajadora. Se casaron hace muchos años. El ha conseguido un puesto de ordenanza en un ministerio. Esto les parece una canonjía. Tienen su casa. Podrían ser modestamente felices. "Voy a quitarme los anteojos" me dice ella, que ha venido a visitarme. "Sin los anteojos no veo nada". Me habla de sus males, de sus desdichas, de su marido. "Antonio es muy atento, es bueno con todos, pero conmigo no. Su hermana, que maneja una casa de mujeres, le calienta la cabeza. Y lo peor es que a él, con ese modo, ¿quién le resiste? Las propias personas de mi familia se han puesto de su lado. Todos me hacen morisquetas. Antonio rompe mis vestidos —¡tiene unas uñas!—, rompe mis anteojos, rompe la bolsa que llevo al mercado. Si traigo del mercado tres bifes, uno desaparece. Antonio lo ha tirado. Si me alejo de la cocina un instante, la comida se estropea. Antonio ha puesto un pedazo de jabón en el guiso. Quiere que me vaya. Quiere echarme. Quiere que trabaje de sirvienta para las mujeres de la casa de su hermana. Pero yo no estoy dispuesta a perder mi casa. Es tan mía como suya. Antonio siempre inventa algo nuevo. Pone unos polvitos en la bolsa del mercado. Si la abro del lado izquierdo, me llora el ojo izquierdo. Espolvorea mi ropa, tal vez con telas de cebolla, para que me lloren los ojos y quede ciega. Cualquier cosa puedo tolerar, menos quedarme ciega. Dice que vaya a la comisaría, que nunca le probaré nada".
   Está loca. La enloquecieron el marido y la cuñada. Casi todo lo que dice es verdad. 


Aplastamiento de las gotas
   Julio Cortázar
   (1914 – 1984)

Autorretrato
   Yo no sé, mira, es terrible como llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
   Pero las hay que se suicidan y se entregan en seguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.




La caridad
   Enrique Wernicke
   (1915 – 1968)

   Nunca la había practicado. Detestaba dejar una moneda en esas manos sucias y aprovechadas que se extienden en los subterráneos. Luchaba por un régimen social en el que la mendicidad no existiera.
   Pero allí estaban, cotidianamente, los pordioseros, con su letanía de ballenitas y patas torcidas.
   Un día —había bebido dos copas de más— tuvo un impulso inusitado y al pasar junto a una vieja repugnante, sacó un billete de cincuenta pesos y se lo puso en la mano.
   —Tenga, hermana... —le dijo.
   Antes de que tuviera tiempo de retirar los dedos, la vieja estiró su garra y lo tomó del brazo.
   —¿Por qué me da tanto dinero? —le preguntó—. ¿Qué maldito pecado ha cometido? ¿Pretende conmigo salvar su alma? ¡Nada, nada! ¡Que Dios sea bendito! ¡Tome su plata...!
   Y seguía la vieja lanzando improperios.
   El tuvo un momento de lucidez. Retomó sus cincuenta pesos y, agarrando a la vieja de sus trapos, la sacudió como un muñeco.
   —¡Imbécil! ¡Vieja estúpida! ¡Estoy borracho!
   Y entonces la vieja, arrugándose como una pasa, hizo la señal de la cruz, recuperó el billete y, desde el suelo, exclamó conmovida:
   —¡Ay, perdón! ¡Dios se lo pague...!


Gustos particulares
   J. R. Wilcock
   (1919 – 1978)

   Entre las extrañas prácticas a las que deben exponerse las prostitutas inglesas para satisfacer los gustos imprevisibles de ciertos clientes, se recuerda este caso: un señor a quien poco antes se le había muerto la mujer hacía llamar una muchacha atractiva, la vestía con un camisón, le daba un rosario, una Biblia y una palanca, y le ponía una corona de rosas en la cabeza; después la hacía tenderse en un ataúd, clavaba la tapa y salía de la habitación: la muchacha debía abrir el ataúd con ayuda de la palanca, y entonces podía volver a casa..


Necrofilia
   Marco Denevi
   (1922 – 1998)

   Cuenta el mitólogo Patulio: “Al regreso de la guerra contra los mirmidones, Barión sorprendió a su mujer, Casiomea, en brazos de un mozalbete llamado Cástor. Ahí mismo estranguló al intruso y luego arrojó el cadáver al mar. Noches después, estando Barión deleitándose con Casiomea, se le apareció en la alcoba Cástor, pálido como lo que era, un muerto, y lo conminó a ir al templo de Plutón en Trézene y sacrificarle dos machos cabríos para expiar su crimen. Barión, aterrado y no menos pálido, obedeció. Mientras tanto el fantasma de Cástor reanudaba sus amores con Casiomea, quien no se atrevió a negarle nada a un ser venido del otro mundo. Varias veces Barión debió ceder su lecho al cuerpo astral de Cástor sin una protesta, porque el joven lo amenazaba, si se resistía, con llevarlo con él a la tenebrosa región del Infierno”. El mitólogo Patulio agrega que Cástor tenía un hermano gemelo, de nombre Pólux, pero de este Pólux nada dice.



La verdadera historia del pecado original
   Antonio Di Benedetto
   (1922 – 1986)

   A la luz de los conocimientos científicos modernos, se ha establecido que no fue la serpiente la que indujo a Eva a brindar su manzana a Adán. 
   En realidad, Eva dormía en el huerto del paraíso, a la sombra del manzano, cuando el fruto prohibido se desprendió y cayó, por la ley de gravedad que Newton enunciaría más adelante. No sólo la golpeó con dureza, sino que la sacó de sus virginales sueños de doncella. 
   En su vecindad, Adán aguardaba que ella despertara, para invitarla, como todas las tardes, a inocentes juegos. Pero Eva lo creyó culpable: supuso que él, inmoderado en sus travesuras, le había arrojado la manzana a la cabeza. Entonces furiosa, le gritó: 
   —¡Te la vas a comer! 
   Él, intimidado, se la comió. 
   Ella quedó satisfecha. 
   Pero ya habían pecado.