sábado, 16 de julio de 2011

23. Edgar Allan García



El escritor ecuatoriano Édgar Allan García (1959) nació en Guayaquil, aunque fue registrado en Esmeraldas, pues “los esmeraldeños nacemos donde nos da la gana”. Es un escritor prolífico: ha publicado más de 30 obras… versátil: practica poesía, cuento, ensayo, novela, guion, literatura infantil-juvenil… y galardonado: ha ganado —entre muchos otros— el Premio Nacional «Darío Guevara Mayorga» (tres veces), la Bienal de Poesía de Cuenca (dos veces), el Premio Nacional «Ismael Pérez Pazmiño», el Concurso Internacional «Mantra» de Narrativa.
A continuación, una muestra de los 333 minicuentos que componen su libro 333 micro-bios, lanzado en el marco de la 24ª Feria internacional del libro en Bogotá (4 al 16 de mayo de 2011).






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   El problema, dijo el psicólogo, es que usted tiene una autoestima muy baja, señor López. Si, por ejemplo, empezara a ser usted mismo sin buscar la aprobación de su mamá, su esposa o sus hijos, si por un minuto diera rienda suelta a lo que realmente anhela su corazón, si por lo menos no dudara de sus decisiones ni se criticara todo el tiempo con semejante crueldad, o si un día de estos sacara de su vida, de una vez por todas, a los que le hacen tanto daño en lugar de buscarlos como sus confidentes… El estampido del disparo sorprendió al psicólogo. Se llevó la mano al pecho y palpó su propia sangre. Qué imbécil es usted realmente, López, no me refería a esto, alcanzó a decir, consternado. A López que empezaba a sonreír por primera vez en muchos años, se le cayó la sonrisa del rostro.


   
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   En 1984, Arturo Béjar era conocido por sus poderes extrasensoriales que, según contaba, los descubrió por casualidad cuando apenas tenía diez años. “¿Qué hago con mi novio?”, llama a la radio una mujer desesperada. Y él: “tu novio tiene a otra, una rubia bajita que vive en el edificio de junto, mi consejo es que te busques alguien que en verdad te quiera”. “Tengo un hijo al que no le gusta estudiar, me desespera su pasividad”, dice al aire otra. Y él: “El muchacho está metido en drogas, se la vende su primo, el hijo de tu hermana mayor, lo mejor será que evites que el primito entre a tu casa y que lleves a tu hijo lo antes posible en una terapia”. “Me voy de viaje, ¿me irá bien?”. “Te irá mejor de lo que imaginas”. “Tengo la oportunidad de trabajar en Brasil, ¿me conviene?”. “Para nada, quédate donde estás que muy pronto saldrá algo mejor”. Aunque empezó con una modesta media hora, el programa de “El infalible” llegó a durar cinco horas y, en cada ocasión, las llamadas colapsaban los teléfonos de la radio. Una noche llamó un tipo de voz ronca. “Te voy a matar”, gritó. Eso es imposible, respondió Béjar, voy a vivir hasta los ochenta y se echó a reír con esa risa asmática que parecía que lo ahogaba. A la noche siguiente, unos minutos después de que se acabara el programa, el estampido de un disparo alarmó a los que transitaban por los bajos de la emisora de radio. “El infalible” no murió y, para su gloria, tuvo razón una vez más: llegaría a viejo, sí, pero inconsciente, en una solitaria cama de hospital.




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   La primera vez que se salió del cuerpo, sintió pánico, más que del hormigueo en todo el cuerpo, de no poder regresar a su otro yo de carne que permanecía como muerto sobre la cama. Cuando al fin se reintrodujo, prometió no volver a hacerlo nunca más, pero unos meses después, y sin que pudiera evitarlo, de nuevo salió de su cuerpo, solo que esta vez, seguro de que volvería, decidió dar un paseo alucinante por toda la casa. Una semana más tarde, su salida del cuerpo fue voluntaria y, según lo había planificado, se fue por el barrio a hacer todo lo que no podía durante la vigilia: darle un susto al vecino grandullón, por ejemplo, pero sobre todo hacerle el amor a la hermosa hermana de éste. Dos noches después, volvió a salir y todo su ser se regocijó con el hormigueo y la sensación de libertad que experimentaba una vez más. En esta ocasión, no quiso perder el tiempo sino que voló a casa del grandullón y, de inmediato, se dirigió a la habitación de la hermana. Para su sorpresa, ella flotaba sobre su cuerpo y parecía esperarlo ansiosa. En medio de la emoción, no pudo imaginar que el grandullón, también fuera del cuerpo, lo aguardaba con un palo tras la puerta. 



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   Hay alguien que va a su trabajo todos los días, que hace como que trabaja pero en realidad no hace nada, que se sienta y mira largamente una página llena de letras y en ella ve el mar anaranjado apagándose lentamente, como en la última tarde del último feriado, y a fin de mes cobra el sueldo y se mete a un bar a beber cervezas solo, siempre solo aunque esté rodeado de sus compañeros de trabajo, y luego llega a su casa, donde vive también solo, a pesar de los niños que hacen bulla y de una mujer que le reclama por tareas que no entiende del todo, y luego se duerme, y sueña que algún día, cuando se jubile o se canse, tal vez la próxima semana o década, hará tantas pero tantas cosas que no sabrá bien por dónde empezar porque en realidad no las ha pensado bien y las prioridades todo el tiempo se le confunden. Se da cuenta de que los que le rodean hablan de él, le reclaman a él, le exigen a él, le amenazan a él, y él cree saber quién es ese él, un tipo que anda por ahí con su nombre y se hace pasar por él y, aunque lo ha intentado unas cuantas veces, no ha logrado atraparlo para que deje de una vez y por todas de usurpar lo que le queda de vida.


   
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   Nada más romper nuestro noviazgo, vino a llevarse una que otra cosilla que yo suponía que me las había regalado pero que, por lo visto, me las había dado solo mientras estuviera con ella. Se llevó entonces el telescopio con el que ella solía espiar las estrellas, el iPod que me dio en mi cumpleaños y que contenía todas sus canciones preferidas, los electrodos para su dolor de espaldas que me regaló en la última navidad, las tres novelas sobre vampiros que a ella tanto le gustan, el cachorro de cocker spaniel al que bautizó con mi segundo nombre y, tras buscar y rebuscar por toda la casa, terminó por llevarme a mí también que, según ella, no era bueno que me quedara tan solo, pero sobre todo, tan sin ella.




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   “Pregunta lo que quieras”, dijo el maestro. El discípulo preguntó entonces sobre la vida y la muerte, sobre la realidad y la no realidad, sobre el amor y el odio, sobre los alcances del bien y del mal; pero a cada pregunta, el maestro respondía con un: "No lo sé". El discípulo calló por fin. “¿Tienes más preguntas?”. “No, contestó el discípulo. “Entonces lo has captado todo muy bien”.




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   La plaza estaba a reventar cuando salió al ruedo con ese garbo y empuje que lo había acompañado toda la vida. Cuando el bicho se le puso al frente, él hizo lo que sabía y enseguida le pareció que el aire se humedecía con una lluvia de aplausos. A la hora de matar, apuntó bien y pinchó en las costillas. El bicho dio una voltereta y cayó sobre la arena con el traje desgarrado.