lunes, 31 de enero de 2011

2. Escritores colombianos

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Drama en dos actos con entreacto
   Constanza Ariza Tello

   Acto primero
   Ella estaba indiscutiblemente necia, así es que fue oportunamente decapitada. Luego, él meditó con su cabeza entre las manos.
   —No sangres— rogó.
   —No puedo evitarlo— dijo ella, mientras lánguidamente mecía su cuerpo exangüe en torno a ellos—. Por más que trato.
   —¡Intenta de nuevo!
   Ella, esta vez estupefacta: —¡¡!!—.
   
   Entreacto
   Luna evanescente con no sé qué de irónico en el gesto.

   Acto seguido
   — Siempre la misma, nunca sabrás evitar las vacilaciones— gritaría él.
   —No es divertido— pensaría ella. Y palideciendo mortalmente, dejaría escurrir las últimas gotas de sangre.







La capa roja de Caperucita muerta
   Henry Ficher

   El terrible combate ha terminado y el lobo yace al borde del camino. El leñador, un tanto aturdido, le pide un vaso de agua a la pobre abuelita, quien todavía no se ha repuesto del susto. Los animales del bosque rodean el cadáver despedazado del lobo, esperando ansiosos el rescate de la niña.
   El leñador, con el mismo hacha con que desnucó al lobo, procede a hacer una profunda incisión en la henchida panza e introduce la mano en las calientes entrañas, pero luego de mucho revolver sólo consigue extraer la capa ensangrentada de Caperucita.
   Decepcionados, los animales del bosque dan media vuelta y se marchan. A la vuelta del camino, apenas audible entre el murmullo entristecido, uno de ellos dice que al fin y al cabo la vida no es puro cuento.



Cuento de arena
   Jairo Aníbal Niño

   Un día la ciudad desapareció. De cara al desierto y con los pies hundidos en la arena, todos comprendieron que durante treinta largos años habían estado viviendo en un espejismo.



Ella tiene un déjà vu
   Víctor Menco Haeckermann

   Es la primera vez que me acompaña al puente de madera que da hacia el malecón. La llevo de la mano, con impaciencia, como si también fuera mi primera visita a aquel lugar. El crujido de una tabla bajo nuestros pies anuncia el principio del puente y el final del silencio. Nos sentamos, y ahora es su voz lo único que se escucha:
   —Acabo de tener un déjà vu. Tengo la sensación de que ya he vivido este instante contigo.
   —Ese es un fenómeno que ha sido explicado recientemente por la ciencia— le digo—. El efecto se produce por el retraso momentáneo de las funciones cerebrales, cuando la mente inconsciente percibe el entorno antes que la mente consciente. Es sólo la ilusión de haber vivido algo.
   —Eso también— dice ella—. Eso también me lo habías dicho antes, en este mismo momento.
Ganador del Primer Concurso Regional de Minicuento (Zona Caribe) “Antonio Mora Vélez”, 2008.



Máscaras
   Javier Tafur González

   El bus la dejó a la entrada del pueblo. Lo vio alejarse por la polvorienta carretera e inició su recorrido. Adelante iban dos máscaras. Le llevarían unos trece metros, y las oía dialogar. De vez en cuando volteaban a mirarle y no se extrañaba, porque también era una máscara, y pronto se reunirían en el mismo lugar.



La muñeca olvidada
   Celso Román


   La niña jugaba a solas a la mamá con la muñeca en esa edad en que perder el tiempo en los juegos no es ningún pecado que disminuya la producción nacional. Todos los días la tomaba en sus brazos y le daba teterito y cucharaditas de sopa por papá que está en la oficina por los hermanitos en el colegio por esto y por lo otro, por las miles de variantes razones para tomar sopita. Como es de suponer, la muñequita estaba lozana: cachetes rosados, ojos de lucero, labios de arrebol, etc. Un día la niña empezó a pensar diferente, le pareció cursi el tal jueguito, fue a fiestas, se enamoró, se hizo una mujercita y el día del primer brasier ya ni sabía de la muñequita. Siendo universitaria se puso a escarbar en el baúl donde su infancia estaba archivada: patines oxidados, monopolios incompletos, etc., y en el fondo del cajón vio algo que le hizo retraer el rostro en una mueca de asco: un pequeño esqueleto con el cráneo blanco, salpicado de mechones amarillos, marchitos, olorosos a moho y tumba. Unas lágrimas corrieron por sus mejillas (para qué vamos a negarlo) cuando comprendió que la muñequita había muerto de hambre.