Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

domingo, 18 de junio de 2017

186. El Quijote en minicuentos IV


Epidemia de Dulcineas en el Toboso
   Marco Denevi

   El peligro está en que, más tarde o más temprano, la noticia llegue al Toboso. Llegará convertida en la fantástica historia de un joven apuesto y rico que, perdidamente enamorado de una dama tobosina, ha tenido la ocurrencia (para algunos, la locura) de hacerse caballero andante.
   Las versiones, orales y disímiles, dirán que don Quijote se ha prendado de la dama sin haberla visto sino una sola vez y desde lejos. Y que, ignorando cómo se llama, le ha dado el nombre de Dulcinea. También dirán que en cualquier momento vendrá al Toboso a pedir la mano de Dulcinea.
   Entonces las mujeres del Toboso adoptan un aire lánguido, ademanes de princesa, expresiones soñadoras, posturas hieráticas. Se les da por leer poemas de un romanticismo exacerbado. Si llaman a la puerta, sufren un soponcio. Andan todo el santo día vestidas de lo mejor. Bordan ajuares infinitos. Algunas aprenden a cantar o a tocar el piano. Y todas, hasta las más feas, se miran en el espejo y hacen caras.
   No quieren casarse. Rechazan ventajosas propuestas de matrimonio. Frunciendo la boca y mirando lejos, le dicen al candidato: “Disculpe, estoy comprometida con otro”. Si sus padres les preguntan a qué se debe esa actitud, responden: “No pretenderán que me casé con un cualquiera”. Y añaden: “Felizmente no todos los hombres son iguales”.
   Cuando alguien narra en su presencia la última aventura de don Quijote, tienen crisis histéricas de hilaridad o de llanto. Ese día no comen y esa noche no duermen. Pero el tiempo pasa, don Quijote no aparece y las mujeres del Toboso han empezado a envejecer. Sin embargo, siguen bordando los ajuares y mirándose en el espejo. Han llegado al extremo de leer el libro de Cervantes y juzgarlo un libelo difamatorio.
(Falsificaciones)

Quijotescas III
   Juan Romagnoli

   Durante la noche, Don Quijote sueña que es Sancho y el escudero, a su vez, sueña que es el Hidalgo.
   Cuando se encuentran (en terreno onírico neutral), el Escudero-Hidalgo saluda con todas las reverencias del caso al Hidalgo-Sancho, quien exagera en su altanería de Caballero, abusa de las circunstancias.
   Al despertar, el distraído Quijote no recuerda el incidente nocturno. El escudero, en cambio, ha renovado su paciencia.
(Ciempiés. Los microrrelatos de Quimera. Neus Rotger y Fernando Valls [eds.])

Dulcinea (detalle)
Dibujo a lápiz de Pedro Sacristán
El acto del libro
   Jorge Luis Borges

   Entre los libros de la biblioteca había uno, escrito en lengua arábiga, que un soldado adquirió por unas monedas en el Alcana de Toledo y que los orientalistas ignoran, salvo en la versión castellana. Ese libro era mágico y registraba de forma profética los hechos y palabras de un hombre desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que ocurriría en 1614.
   Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado, como se lee en el sexto capítulo.
   El hombre tuvo el libro en las manos y no lo leyó nunca, pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y seguirá cumpliéndolo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga memoria de los pueblos.
   ¿Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno?
(La cifra)


Don Quijote 2005 (2)
   Diego Muñoz Valenzuela

   Ulula con gran resonancia el teléfono celular de don Quijote, mas el hidalgo no transige y continúa cabalgando su rocín en derechura. Sancho resopla del otro lado de la línea, a Dios rogando que el caballero tenga a bien responder a la llamada que torciera el acechante destino. Dulcinea espera en la puerta de la iglesia con un ramo de orquídeas y exhala un suspiro al ver al caballero aproximarse al galope en lontananza. Viene por la avenida colmada de gentes que lo vitorean agitando banderillas de La Mancha. “Ella no es quien usted cree que es, don Alonso”, resuella el fiel escudero, “grandes decepciones le aguardan, mi señor, contestadme por la gracia de Dios”. Don Quijote carga con el rostro iluminado, sin hacer caso a la infernal sonaja.
(De monstruos y bellezas. Santiago de Chile: Mosquito, 2007)


Quijote (detalle)
Dibujo a lápiz de Pedro Sacristán
Cuántica del Hidalgo
   Aliex Trujillo

   Si la noción cuántica del mundo no está equivocada, podemos ver apenas lo que podamos comprender. Los aborígenes de acá, la primera vez que las miraron no vieron, ni las naos de barlovento ni los animales de ancestros beduinos. Lo mismo ocurrió en el allá del orbe.
   Los campesinos de la región de Campo de Criptana y un forastero que por ahí regresaba, tampoco vieron al Hidalgo montando en lo que de veras era.
   El Hidalgo en el zoco había adquirido para calmar su vicio, un cofre moro con viejos pergaminos. Eran copias árabes de los bocetos de un maestro florentino que vivió antes, casi veinte lustros.
   Son desconocidas, por la invención moderna del relato, las secretas destrezas y ocupaciones del Hidalgo con los hierros y las maderas, con la forja y el cepillo. Alumno aventajado fue de los monjes errantes que todo lo sabían de ambos oficios, se ayudó de los maestros de Al-Mansha.
   Ese día, por las tierras sin agua, el Hidalgo arremetió contra los molinos ingeniosos, montado en el ingenioso truco con ruedas del florentino polímata. Todo perro perseguiría al esperpento desde ahí hasta los días de todas las generaciones como lo hizo el galgo aquel día. Aprovechó una cuesta y programó (todavía no se llamaba así lo que hizo) su dirección, una mano en el manubrio y la otra apuntando con la lanza tanto a la injusticia misma como a las venideras. Los testigos, gente de cosas simples, y el forastero afectado por la guerra; por aquello de la noción cuántica, vieron en el pedaleo del Don, un picar con espuelas el costillar de un rucio lamentable. Tampoco vieron ninguna de estas dos clases de gente, que el escudero del Hidalgo montaba en lo que se llamaría un velocípedo.


En un lugar de La Mancha
   Raymundo Ramos

   Tenía las piernas fuertes y musculosas y los brazos velludos; la cara grande y morena de papa recién desenterrada. El corpiño le apretaba el seno opulento y la sofocaba haciéndole salir los colores de las mejillas. Las manos rojas y ásperas como langostas, de fregar platos. Toda ella despedía tufo de cebollas.
   El ventero aflojaba el cinturón —cincha de asno— y le temblaba el odre de la barriga. Se acostaban en el cobertizo, entre las pellejas de vino, las bolas de queso y las piernas de jamón serrano. Él la acometía con ímpetu de garañón —bizqueando el ojo caliente del deseo—, mientras ella triscaba briznas de paja con los dientes blancos y caballunos; veía entonces —en las imágenes del recuerdo— al hombre desgarbado y ridículo que le decía palabras (que ella sospechaba amorosas) en un castellano apenas comprensible.
   Satisfechas las urgencias, se sentaba en el brocal del pozo para trenzarse guirnaldas en la espesa cabellera. El aire traía parpar de panderetas y el rasgueo minucioso de guitarras.
(Minificción mexicana. Lauro Zabala [ed.])


La falsa locura de Alonso Quijano
   José Saramago


El verdadero yo está en otro lugar
(Podría haber dicho Rimbaud)

   Don Quijote no está loco: simplemente finge una locura. No tuvo otro remedio que obligarse a cometer las acciones más disparatadas que le pasasen por la mente para que los demás no alimentaran ninguna duda acerca de su estado de alienación mental. Sólo fingiéndose loco podía haber atacado a los molinos, sólo atacando a los molinos podría esperar que la gente lo considerara loco. En virtud de esa genial simulación de Cervantes, el bueno de Alonso Quijano, convertido en Don Quijote, consiguió abrir la puerta que todavía le estaba faltando: la de la libertad. La curiosidad lo empujó a leer, la lectura le hizo imaginar, y ahora, libre de las ataduras de la costumbre y de la rutina, ya puede recorrer los caminos del mundo, comenzando por estas planicies de La Mancha, porque la aventura —bueno es que se sepa— no elige lugares ni tiempos, por más prosaicos y banales que sean o parezcan. Aventura que, en este caso de Don Quijote, no es sólo de la acción, sino también, y principalmente, de la palabra.