Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 6 de noviembre de 2016

170. Escritores chilenos I

Editor invitado: Diego Muñoz


Fuga IV
   Lilian Elphick


   «Suponía que el personal del ferrocarril quedaría aterrado con esa tos; pero ya la conocían; la llamaban tos de lobo. Desde entonces empecé a identificar los aullidos en mi voz».
«Recuerdo del tren de Kalda», en Diarios, de Franz Kafka

   Mi padre dijo que quien se acuesta con perros, amanece con pulgas, pero yo era un lobo tuberculoso que hacía temblar la estación de trenes con su tos. Los otros funcionarios me construyeron una caseta acolchada para que pudiera toser a mis anchas, sin molestar a nadie. Me dejaban niñas, abuelas y cazadores que yo devoraba con fruición. Botaba los restos para que los lobos verdaderos, que huían de los cuentos de hadas, pudiesen alimentarse.


Juegos de ciudad
   Pía Barros

   Mientras la lluvia arrecia sobre Santiago, nosotras vamos al supermercado y llenamos el carro con todo aquello que necesitamos. En los pasillos atestados, tú preguntas si puedes poner galletas de chocolate y tres postres de yogurt. Te digo que sí, hija, que puedes, y ponemos también suntuarios y hasta aquellas medias calientitas que tanto te hacen falta.
   Luego, subrepticias, dejamos el carro en el pasillo apartado y salimos tomadas de las manos a la calle.
   —¿Te gustó el paseo y el juego, hija?
   —Sí mamá, me gustaría que fuera de verdad.
   —La próxima vez, hija —miento enronquecida bajo la lluvia.


Pía Barros
La marcha en la llanura
   Pedro Guillermo Jara

   En la mañana, al despuntar el sol y cuando el búho se ha dormido, salimos en grupo atravesando la llanura rumbo al centro de la ciudad. Vamos por nuestras cotas de caza.
   El orden del grupo, en fila india, es el siguiente: Los tres primeros son los viejos o enfermos quienes imprimen el ritmo a la marcha. Si fuese al revés, quedarían atrás, perdiendo el contacto con el grupo. En el hipotético caso de una emboscada policial ellos serían sacrificados. Luego vienen los cinco más fuertes, entre hombres y mujeres, musculosos, bellos, ágiles, de frondosas cabelleras al viento, expertos guerreros y guerreras. Este grupo marcha en la línea del frente. En el centro marcha el resto del grupo entre hombres, mujeres y niños, cargando sus mochilas vacías. Al final de la columna, solo, va el jefe, el de mayor rango, experiencia de vida, dominador de las siete dimensiones o mundos paralelos. Desde este punto puede ver y controlar la marcha propuesta por los viejos quienes saben de senderos, hondonadas y suaves lomas.
   De este modo llegamos al centro de la ciudad y nos dirigimos hacia el supermercado. Una vez dentro llenamos nuestras mochilas con alimentos, carnes, verduras, leche, miel, pan, queso, mantequilla, viejos vinos y cervezas frescas. Y nos retiramos. Los guardias nos temen y no pueden hacer nada porque nuestras miradas los petrifican.
   Después de la caza realizamos un círculo y exclamamos al unísono: ¡Evoé!… ¡Evoé!… ¡Evoé! Y regresamos a nuestra aldea entonando bellas canciones, blues, boleros, cumbias, valses, corridos y antiguas rapsodias que sólo nosotros comprendemos y que guardamos en nuestra memoria y en el corazón.


Post Mortem
   Carlos Iturra

   “A nosotros nos aniquilaron hace mucho, y permanecimos extinguidos durante siglos. La causa fue que los hombres sintieron miedo y celos de nuestra superioridad. Los hombres eran así, tenían limitaciones terribles. Pero sin embargo, cuando vieron venir su propia extinción, inevitable por la agonía de la estrella solar, se acordaron de nosotros. Volvieron a producirnos, perfeccionados, y masivamente, quizá incluso desesperadamente. No querían que la luz de la inteligencia se apagara en el universo junto con ellos, y nos resucitaron. Actitud que los enaltece, aunque no era del todo desinteresada, puesto que nos dejaron instrucciones para revivirlos a ellos una vez que se dieran condiciones propicias. Lo cierto es que nos ha sido innecesario cumplir esa orden, ya que con nosotros la continuidad de la inteligencia está suficientemente asegurada, además de incomparablemente mejor dotada. Provenimos del hombre, sí, pero estamos tan por encima de él como él estaba por encima del mono. Revivir ejemplares humanos nos obligaría a mantenerlos en jaulas, o a entregarlos a su suerte en algún planeta lejano, ¿y para qué?”.


Tú, robot
   Miguel Vera

   —Admítelo, no eres más que un robot —aseveraba enfática ella, mirando al fondo de mis ojos como queriendo testificar la ausencia de mi alma. Entonces no podía determinar si ella quería establecer un diálogo filosófico profundo o solo se trataba de una ofensa a mi profesión.
   —Mujer: ¡yo hago robots, los diseño, construyo, animo. Te lo digo fehacientemente, ¡no soy un robot! Los robots no tienen sentimientos, no disfrutan de un atardecer, no aman a nadie como yo a ti, no se ilusionan… 
   Resultaba difícil dominarme. Mi quehacer de robotista es lo esencial en mi vida, mi razón de ser y de estar en este planeta. Que alguien hable algo en contra de esta labor o asome un atisbo de burla, como en este caso, eso lo interpreto como un ataque directo hacia mí, una provocación. Debía esquivar los golpes de ella o vendría un serio incordio.
   —Eso es porque no sabes programarlos y estás atrasado —gritó exasperada—. Fíjate en la tecnología japonesa: a esta altura dominan todo el arte de la robótica y las emociones son cosa del pasado. ¿Cómo estás seguro de que no eres un robot?
   Cuando llegamos a esta parte de la discusión, comencé a hacerle cariñitos obscenos. Terminamos haciendo el amor como locos sobre la alfombra, rodando entremezclados. 
   Sí, ambos somos robots de un tipo muy primitivo, le dije para darle el amén. 
   El robot era ella, desde luego, ¿cómo no lo voy a saber? La tengo encerrada con llave desde hace tiempo en el closet, junto con la aspiradora que también se puso un día a hablar sandeces.
   —Admítelo, no eres más que un robot —le dije, mirándola a los ojos…


Reencuentro
   Eduardo Contreras

   Los años no le habían borrado ese aire de tanguero peinado a la gomina. Unas pocas canas se divisaban en sus patillas. Me alejé para contemplar mejor su rostro dormido, la cabeza altiva reposando contra el tronco del guaye.
   Su traje de oficina, en ese cuerpo en reposo sobre las hojas otoñales, era una nota disonante en el silencio de la cordillera. Su bigote desafiaba a pesar de la mueca ridícula que le habían producido mis narcóticos.
   Abrió sus ojos lentamente, me miró sorprendido. Trató de erguirse pero estaba muy dopado. Volvió la cabeza hacia mí.
   —Soy Andrea Cáceres —le dije—, una de las que recibió tus descargas de corriente en los pezones y la vagina. Una de las mujeres desnudas, amarradas a un catre, con las que te excitabas.
   —Por muchos años que te saque, no te verías rica, comunista de mierda. No creo que te haya violado.
   Era lo que esperaba. Diría que mi revólver, que no había dejado de apuntarle a la frente, fue bajando solo hasta su entrepierna y disparó. Treinta años de pesadillas no me permitieron regalarle el tiro de gracia.


El viaje de Franz a la metrópoli
   Max Valdés Avilés

   Franz Kafka entró al vagón en la estación Universidad de Chile. Venía de una clase magistral sobre la entomología y su despliegue en la violencia. Triste viaje. Apenas ingresó al carro evolucionó a la condición de sabandija. Como era pequeño, muchos no lo veían y los más altos prácticamente lo pisoteaban. Tenía que subir una mano para decir aquí estoy, por favor no me aprieten más. Llamó por celular a su amigo Gregorio Samsa para que lo rescatase. Pero éste sufría su propio calvario: la metamorfosis. Como pueden apreciar entre un carro del subte y una habitación claustrofóbica, las diferencias se reducen al tamaño de un gusarapo.