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domingo, 13 de septiembre de 2015

140. Apronenia Avitia (343-414)




Una patricia romana comienza a escribir cartas y recuerdos sobre unas tablillas de madera de boj, en las que los antiguos acostumbraban a anotar deudas y acreencias, nacimientos, desastres y muertes. Ella se llama Apronenia Avitia y vive en lujosos palacios y en una espléndida villa. A su alrededor, el imperio romano se derrumba. Sin embargo, en sus escritos no hay una sola mención a aquella época y sus ruinas.









Quinto Alcimio

   En otros tiempos, Quinto me amaba. Éramos jóvenes. D. Avitio respiraba aún. Quinto entraba furtivamente por la segunda puerta; la noche era nuestra. Al alba, fingía que se levantaba a regañadientes, buscaba su túnica, decía que dejarme le hacía sufrir. No se daba prisa en atarse las correas de las sandalias. Me besaba la cara y el bajo vientre. Yo me despabilaba. Le decía, ansiosa: “Se va a hacer de día. Date prisa”. Él suspiraba. Este suspiro me parecía un eco del río que atraviesa el Érebo. Se erguía y se quedaba sentado en el lecho. Se anudaba una correa. Se inclinaba de nuevo y me susurraba al oído un deseo que prolongaba algo que me había contado durante la noche. Hacía una breve libación a la aurora, se limpiaba con agua la boca y el sexo, se frotaba los ojos. Yo me deslizaba tras él. Nos mirábamos un momento ante la puerta de doble batiente. Me decía que no le gustaba tener por delante todo un día lejos de mí. Gruñía que esa separación le hacía sufrir. Repetíamos cuatro o cinco veces la cita que habíamos urdido. Yo le ponía la mano en el brazo. Rozaba sus labios con los míos. Él se zafaba de repente y cruzaba la puerta. Yo volvía a la cama en la obscuridad. Me sentaba. Estaba agradecida por haber vivido la noche anterior. Me envidiaba a mí misma, apoyaba los codos en los muslos, me sentía húmeda, olorosa, despeinada. Era feliz, pero derramaba lágrimas entre los ruidos de los gallos y de los cubos. Me gustaba esa especie de pena, ese cansancio, esos olores entremezclados y esa especie de angustia colmada que no siempre se distingue de la náusea y que se debe a la suma satisfacción.


Tipos de mujer

   Las mujeres que todo lo encuentran admirable, fantástico, inaudito, son odiosas.
   Las mujeres que todo lo encuentra mezquino, mediocre, estúpido, sin valor ni gusto, son odiosas.


Espurio y Gabba

   Espurio se emborrachó y recordó balbuceando a Gabba, a la que amo hace cuarenta inviernos. Gabba lleva treinta inviernos muerta. Fue antes de que yo conociera a Aconia Fabia Paulina, el año en que Vetio Agorio Pretextato fue prefecto de la ciudad, durante el consulado de Flavio Afranio Siagrio. Un hombre que alaba a una mujer que conoció hace mucho y que está muerta es muy desagradable. Despierta celos de un cuerpo que la tierra se ha tragado, de un pensamiento devorado por la nada. Una se siente estúpida e injusta.


Publio y Papianila

   Papianila murió cuando Nonio Ático Máximo era prefecto del pretorio, en las nonas del mes de las Purificaciones. Publio Saufeyo Menor se esforzaba en imitar a los adeptos del Pórtico, pero las lágrimas no dejaban de correrle por el rostro. Se esforzaba, como de costumbre, por bromear e inventar paradojas, pero tenía las mejillas empapadas en lágrimas. Un día, mientras se dirigía al senado, Anicia Proba mandó detener su litera, le presentó las condolencias de rigor y le aseguró su afecto. Rodeado de sus líctores, muy tieso en la túnica laticlavia, con las manos a lo largo del cuerpo como una estatua de los tiempos de los reyes sabinos, mirándose el calzado de cuero rojo, con la cabeza desnuda expuesta al sol, Publio lloraba. Anicia Proba le dijo que tal vez hubiera llegado el momento de pensar en cosas santas y en lo que espera después de la muerte; añadió que tal vez hubiera llegado el momento de acogerse al dios ensangrentado y atado a una cruz. Publio Saufeyo alzó la mirada hacia ella y dijo:
   —¿Cómo voy a tener tiempo para pensar en las cosas santas, en la supervivencia del alma, en un dios, cuando ni siquiera se me ocurre secarme las lágrimas que me corren por la cara?


La rueda de la vida

   Antes de haber nacido somos los cadáveres de una vida que no recordamos y flotamos en el fondo del océano.
Mientras nuestras madres nos llevan dentro, nos abotargamos, nos hinchamos de aire, nos pudrimos, y subimos poco a poco a la superficie de ese océano.
   El nacimiento nos arroja bruscamente a la orilla. Es una especie de ola repentina y violenta. T. Lucrecio Caro decía que cada día de nuestra vida abordamos sin cesar un río de luz.
   Al primer contacto con el sol, empezamos a oler (a apestar, como carne manida) y a llorar.
   La muerte nos devuelve a la profundidad, el silencio y la calma inodora del abismo.