Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 7 de diciembre de 2014

120. Escritores estadounidenses II


El fallo del sabio
   Stephen Crane (1871-1900)

   Un pordiosero se arrastraba entre lamentos por las calles de una ciudad. Un hombre se acercó, le ofreció un poco de pan y dijo: “Te doy esta hogaza debido a las palabras de Dios”. Otro se acercó, le ofreció un poco de pan y dijo: “Toma esta hogaza; te la doy porque estás hambriento”.
   Los habitantes de aquella ciudad competían por ver quién era el hombre más piadoso, y el caso de los regalos al pordiosero suscitó una disputa. La gente se apiñaba y discutía con fervor. Finalmente, recurrieron al pordiosero, pero éste hizo una humilde reverencia al suelo, impropia de alguien de su clase, y respondió:
   —Lo más curioso es que las hogazas de pan eran del mismo tamaño. ¿Cómo puedo decidir yo cuál de los dos hombres me dio su pan de forma más misericordiosa?
   La gente había oído hablar de cierto filósofo que estaba de visita en la ciudad. Alguien dijo: “Los que no le hemos dado pan al pordiosero no estamos capacitados para juzgar a quienes le dieron pan. Consultemos, por lo tanto, a este sabio”.
   —Pero acaso este filósofo tampoco esté capacitado, si nos atenemos a la regla de que sólo quienes dieron pan pueden juzgar a quienes dieron pan —intervino alguien.
   —Este dato es indiferente tratándose de un gran filósofo.
   Así que fueron en busca del sabio y enseguida dieron con él.
   —Oh, ilustrísimo —exclamaron—. Hay dos hombres en la ciudad. Uno le dio pan a un pordiosero, debido a las palabras de Dios; el otro, debido a que lo vio hambriento. Ahora bien, ¿cuál de los dos es más piadoso?
   —Amigos míos —dijo el filósofo, dirigiéndose con calma a la concurrencia—. Veo que me toman por un hombre sabio. No soy yo la persona que buscan. Sin embargo, hace un rato vi a un hombre que responde a mi descripción. Si se apresuran, tal vez logren darle alcance. ¡Adiós, adiós!


Gugos y lívidos
   Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

   Los gugos, velludos y gigantescos, habitan en los lugares subterráneos del mundo de los sueños. No tienen voz y se comunican por gestos faciales. Sus cabezas, enormes como barriles, no son fáciles de olvidar: a cada lado, sobresaliendo dos pulgadas, están sus ojos rosados que refulgen en la oscuridad y, atravesándolas de arriba abajo, la boca de enormes colmillos amarillos que se abre verticalmente y no de manera corriente. Su alimento principal son los lívidos, seres repulsivos que mueren al contacto con la luz y viven en las cuevas de Zin, donde brincan con sus largas patas como canguros. Los lívidos son del tamaño de un caballo pequeño y su rostro resulta bastante humano, pese a la ausencia de nariz, de frente y de otros detalles importantes.


Un hombre llamado Flitcraft
   Dashiell Hammett (1894-1961)

   Flitcraft salió un día de su oficina de corredor de fincas para ir a comer. Salió y jamás volvió. No acudió a una cita que tenía a las cuatro de la tarde para jugar al golf, a pesar de que fue idea suya concertarla solamente media hora antes de salir. Su mujer y sus dos hijos nunca más le volvieron a ver. El matrimonio parecía feliz. Flitcraft era dueño de su casa en un buen barrio de las afueras de Tacoma, de un «Packard» nuevo y de los demás lujos que denotan el éxito feliz de una vida en Estados Unidos. Había heredado 70.000 dólares de su padre, y el ejercicio de su profesión aumentó aún más su peculio, que ascendía a unos 200.000 dólares en el momento de su desaparición. Sus asuntos estaban en orden; el hecho de que no hubiera tratado de concluir algunos aún pendientes, probaba que no había preparado esfumarse. Por ejemplo, un negocio que le habría supuesto un bonito beneficio iba a concluirse al día siguiente al de su desaparición. Nada indicaba que llevara encima más de cincuenta o sesenta dólares.
   Lo que le ocurrió a Flitcraft fue lo siguiente. Cuando salió a comer, pasó por una casa aún en obras. Todavía estaban poniendo los andamios. Uno de ellos cayó a la calle desde una altura de ocho o diez pisos y se estrelló en la acera. Le cayó bastante cerca; no llegó a tocarle, pero sí arrancó un pedazo de cemento que le produjo una raspadura en la mejilla. Naturalmente, el susto que se llevó fue grande; pero la verdad es que sintió más sorpresa que miedo. Fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la vida para mostrarle su mecanismo. Lo conturbó descubrir que, al ordenar sensatamente su existencia, se había apartado de la vida en lugar de ajustarse a ella.
   Tras caminar apenas veinte pasos desde el lugar en donde había caído la viga, comprendió que no disfrutaría nunca más de paz hasta que no se hubiese acostumbrado y ajustado a esa nueva visión de la vida. Para cuando acabó de comer ya había dado con el procedimiento. Si una viga al caer accidentalmente podía acabar con su vida, entonces él cambiaría su vida, entregándola al azar, por el sencillo procedimiento de irse a otro lado. Quería a su familia como los demás hombres quieren corrientemente a las suyas; pero le constaba que la dejaba en buena posición, y el amor que tenía por los suyos no era de la índole que hace dolorosa la ausencia.
   Anduvo vagando un par de años, hasta que un día se estableció en Spokane. No lamentaba lo que había hecho. Le parecía razonable. Se acostumbró primero a la caída de vigas desde lo alto; y no cayeron más vigas; y entonces se acostumbró, se ajustó, a que no cayeran.
(El halcón maltés)


Esquileo I
   William Faulkner (1897-1962)
   
   El viejo Jackson era tenedor de libros o algo así, y ganaba un pequeño salario con el que debía mantener una numerosa familia; quería mejorarse con un mínimo esfuerzo, como buen descendiente de una vieja familia sureña, y entonces se le ocurrió la idea de arrendar una porción de estas tierras pantanosas de Louisiana y criar ovejas en ella. Había notado que la vegetación crece mucho más deprisa en las tierras pantanosas, y entonces pensó que la lana debía crecer también más en una oveja criada en zona de pantano. Así fue como abandonó su teneduría de libros, arrendó unos centenares de acres en la ciénaga del río Tchufuncta y la pobló de ovejas, usando el dinero del tío de su mujer, que era miembro de una vieja familia aristocrática de Tennessee. Pero los animales empezaron inmediatamente a ahogarse y para evitarlo les hizo cinturones salvavidas con toneles de madera, parte de la herencia del tío de Tennessee, de modo que cuando las ovejas llegaban a aguas profundas flotaran hasta que la corriente las volviera a tierra firme. Esto resultó muy bien, aunque las ovejas siguiesen desapareciendo.
   Entonces descubrió que los cocodrilos estaban devorándolas. Hizo una imitación de cuernos de venado con madera, y le puso un par a cada ovejita que nacía. Esto redujo sus pérdidas a un mínimo casi absoluto. Porque parece que la carne de venado no le gusta a los cocodrilos. Después de cierto tiempo se rompieron los salvavidas, pero por entonces las ovejas ya nadaban bastante bien, de modo que el viejo Jackson decidió que no valía la pena ponerles nuevos salvavidas. De verdad que las ovejas habían llegado a gustar del agua: la primera generación de ovejas solo salía del agua a la hora de comer... Cuando llegó la hora de la esquila, él y sus muchachos tuvieron que hacer el rodeo con botes; para la próxima esquila estas ovejas ya no salían del agua ni para comer; entonces él y sus muchachos andaban con los botes y ponían comederos flotantes para que se alimentaran. La nueva generación de ovejas sabía incluso zambullirse. Ya no veían ni una en tierra; sólo sus cabezas nadando entre los riachos. Finalmente llegó otra esquila. El viejo Jackson trató de agarrar una oveja, pero el animal nadaba más deprisa de lo que él podía remar, y las más jóvenes se zambullían bajo el agua y desaparecían. Así que finalmente tuvieron que pedir prestada una lancha de motor, y cuando por fin consiguieron fatigar a una de las ovejas y la agarraron y la sacaron del agua, observaron que sólo en la parte superior del lomo tenía lana: el resto del cuerpo tenía escamas como el de un pez. Cuando sacaron a un corderito con un gancho de cazar caimanes, descubrieron que su cola se había ensanchado y aplastado como la de un castor y que ya no tenía patas.


Aviso
   Ernest Hemingway (1899-1961)

   Vendo zapatos de bebé, sin usar.


Sólo el azar logra el crimen perfecto
   Vladimir Nabokov (1899-1977)


   Madame Lacour fue asesinada en Arles, al sur de Francia, a fines del siglo pasado. Un hombre desconocido con barba, que, según se conjeturó después, podría haber sido un amante secreto de la dama, se dirigió a ella en una calle atestada de gente, al poco tiempo de su casamiento con el coronel Lacour, y le dio tres puñaladas mortales en la espalda; mientras tanto, el coronel, una especie de pequeño bulldog, se colgaba del brazo del asesino. Por una coincidencia milagrosa, en el instante mismo en que el asesino se libraba de las mandíbulas del enfurecido esposo (mientras varios curiosos cerraban círculo en torno al grupo), a un italiano medio chiflado, que vivía en la casa más cercana al lugar donde se desarrollaba la escena, le estalló accidentalmente una bomba que estaba preparando, y al instante la calle se convirtió en un pandemónium de humo, ladrillos que volaban y gente que corría. La explosión no hirió a nadie (aunque puso fuera de combate al coronel Lacour), y el vengativo amante de la dama huyó entre la multitud, y vivió tranquilamente el resto de sus días.
(Lolita)


Llamada 
   Fredric Brown (1906-1972)

   El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación. Llaman a la puerta…


Los colonizadores
   Ray Bradbury (1920-2012)

   Los hombres de la Tierra llegaron a Marte. Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o porque no se sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón diferente. Dejaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o abandonar algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños. El dedo del gobierno indicaba desde carteles de cuatro colores, en innumerables ciudades: Hay trabajo para usted en el cielo. ¡Visite Marte! Y los hombres se lanzaban al espacio. Al principio sólo unos pocos, unas docenas, porque casi todos se sentían enfermos aun antes de que el cohete dejará la Tierra. Enfermaban de soledad, porque cuando uno ve que su casa se reduce al tamaño de un puño, de una nube, de una cabeza de alfiler, y luego desaparece detrás de una estela de fuego, uno siente que no ha nacido nunca, que no hay ciudades, que no está en ninguna parte, y sólo hay espacio alrededor, sin nada familiar, sólo hombres extraños. Y cuando los estados de Illinois, Iowa, Missouri o Montana desaparecen en un mar de nubes y, más aún, cuando los Estados Unidos son sólo una isla envuelta en nieblas y todo el planeta parece una pelota embarrada lanzada a lo lejos, entonces uno se siente verdaderamente solo, errando por las llanuras del espacio, en busca de un mundo que es imposible imaginar.
   No era raro, por lo tanto, que los primeros emigrantes fueran pocos. Su número creció constantemente hasta superar a los hombres que ya se encontraban en Marte. Los números eran alentadores. Pero los primeros solitarios no tuvieron ese consuelo.

(Crónicas marcianas)