Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 13 de noviembre de 2011

39. Fernando Pessoa II





Otra lección
   Barón de Teive (heterónimo)


   El gladiador en la arena, donde lo puso el destino que de esclavo lo expuso condenado, saluda, sin que tiemble el César que está en el circo, rodeado de estrellas. Saluda de frente, sin orgullo, pues el esclavo no puede tenerlo; sin alegría, pues no puede fingirla el condenado. Saluda para que no falte a la ley aquel a quien toda la ley falta. Pero, tras acabar de saludar, se clava en el pecho la daga que no le servirá en el combate. Si el vencido es el que muere, y el vencedor quien mata, con esto, confesándose vencido, se declara vencedor.
(La educación del estoico. Barcelona: Acantilado, 2005)






Tonía
   Bernardo Soares (heterónimo)


   Estoy almorzando en este restaurante vulgar, y miro, más allá del mostrador, la figura del cocinero. ¿Qué vida es la de este hombre? Desde hace cuarenta años vive casi todo el día en una cocina; tiene unas breves vacaciones; duerme relativamente pocas horas; va de vez en cuando al pueblo, del que vuelve sin duda y sin pena; almacena lentamente dinero lento, que no se propone gastar; se pondría enfermo si tuviera que retirarse de su cocina para irse  (definitivamente) a los campos que ha comprado en Galicia; está en Lisboa hace cuarenta años y nunca ha ido, ni siquiera, a la Rotonda ni a un teatro, y tiene un solo día de Coliseo: payasos en los vestigios interiores de su vida. Se casó no sé cómo ni por qué, tiene cuatro hijos y una hija, y su sonrisa, al inclinarse, desde el lado de allá del mostrador hacia donde estoy, expresa una gran, una solemne, una contenta felicidad. Y no simula, ni qué razón tiene para simular.
   Examino, con un asombro asustado, el panorama de esta vida, y descubro, cuando voy a sentir horror, pena, indignación ante ella, que quien no siente horror, ni pena, ni indignación, es el mismo que tendría derecho a sentirlo, es el mismo que vive esa vida. Un pequeño incidente callejero, que llama a la puerta, le entretiene más de lo que me entretiene a mí la contemplación de la idea más original, la lectura del mejor libro, el más grato de los sueños inútiles. Quien no ha salido nunca de Lisboa viaja al infinito en el tranvía cuando va a Bemfica y, si un día va a Cintra, siente que ha ido a Marte. Y si la vida es esencialmente monotonía, él escapa de ella más fácilmente que yo.
(Libro del desasosiego. Barcelona: Seix Barral, 1987)




Tercero incluido
   Bernardo Soares (heterónimo)


   Encontré hoy en la calle, por separado, a dos amigos que se habían peleado. Cada uno me contó la historia de por qué se habían peleado. Cada uno me dijo la verdad. Cada uno me expuso sus razones. Los dos tenían toda la razón. No era que uno viera una cosa y el otro otra, o que uno viera un lado de las cosas y el otro un lado diferente. No: cada uno veía las cosas exactamente como habían pasado, cada uno las veía con idéntico criterio.
(Libro del desasosiego. Barcelona: Acantilado, 2010)




Desespereza
   Alvaro de Campos (heterónimo)


   Es inútil prolongar la conversación de todo este silencio… Yaces sentado, fumando, en el rincón del gran sofá. Yazgo sentado, fumando, en el sofá de asiento hondo. Entre nosotros no hubo, va a hacer una hora, sino las miradas de una única voluntad de decir. Apenas renovábamos los cigarrillos —el nuevo en el ocaso del viejo— y continuábamos la silenciosa conversación, interrumpida sólo por el mirado deseo de hablar…
   Sí, es inútil, pero todo, hasta la vida al aire libre, es igualmente inútil. Hay cosas que son difíciles de decir… Este problema, por ejemplo, de cuál de nosotros le gusta a ella, ¿cómo podemos llegar a discutir eso? De ella ni hablar, ¿no es verdad? ¡Y sobre todo no ser el primero en pensar en hablar de ella! Hablar sobre ella al impasible otro y amigo… Ha caído la ceniza de tu cigarrillo en tu chaquetón negro —iba a advertirte, pero para eso era necesario hablar…
   Nos entremiramos de nuevo, como transeúntes cruzados. Y el pecado mutuo que no cometemos asomó a la vez al fondo de las dos miradas. De repente, te desesperezas, te semilevantas. Evitas el hablar. “¡Me voy a tumbar!”, dijiste, sólo porque lo dijiste. Y todo esto, tan psicológico, tan involuntario, por causa de una empleada de oficina agradable y solemne.
(Poemas de Alvaro de Campos II. Tabaquería. Madrid: Hiperión, 1998)






El niño de su mamá
   Fernando Pessoa (ortónimo)


   En el llano abandonado que enciende tibia brisa, por balas traspasado —dos, de lado a lado— yace muerto, y se enfría. Le mancha la sangre el uniforme. Con los brazos extendidos, albo, rubio, exangüe, mira con mirada lánguida y ciega los cielos perdidos. ¡Tan joven!, ¡qué joven era! (ahora, ¿qué edad tiene?). Hijo único, la madre le dio un nombre y lo mantuvo: “el niño de su mamá”.
Se cayó del bolsillo la pequeña cigarrera. Se la dio la madre. Está intacta y bien la cigarrera. Es él quien ya no sirve. De otro bolsillo, alada punta rozando el suelo, el blanco pespunte de un pañuelo… se lo dio la vieja criada que lo trajo en brazos.
   Allá lejos, en casa, rezan: “¡Que regrese temprano, y con bien!”. Tramas que el Imperio teje. Yace muerto, y se pudre, el niño de su mamá.
(Cancionero. México: Verdehalago, 2004)




Una lección
   Barón de Teive (heterónimo)


   Un día, estando lejos de casa, oí el estruendo de un fuego que me pareció que venía de la parroquia. Se me ocurrió que tal vez el fuego hubiera prendido en mi casa. Antiguamente, el pavor de que pudieran perderse mis manuscritos se habría apoderado de toda mi alma; pero noté con doble asombro que la posibilidad de que el fuego hubiera prendido en mi casa me dejaba indiferente, casi feliz ante la idea de que, al destruirse esos manuscritos, mi vida se simplificaría. Antiguamente, la pérdida de mis manuscritos, de la obra fragmentaria más cuidada de mi vida, me habría llevado a la locura; ahora ya la contemplaba como un incidente azaroso de mi destino, no como un golpe mortal capaz de aniquilar mi propia personalidad al aniquilar sus manifestaciones.
Entonces empecé a comprender cómo acaba por cansar de todo el esfuerzo continuo de la perfección inalcanzable, y comprendí a los grandes místicos y a los grandes ascetas , que reconocen en el alma la futilidad de la vida. ¿Qué habría de mí en aquellos papeles escritos? Antes habría dicho: “todo”; hoy diría: “nada”, o “poco”, o “algo extraño”.
   Me había vuelto objetivo para conmigo. Pero no alcanzaba a distinguir si con esto me había encontrado o me había perdido.
(La educación del estoico. Barcelona: Acantilado, 2005)




Rutina
   Bernardo Soares (heterónimo)


   Porque tenía que resolver un asunto lejos, salí de la oficina a las cuatro y a las cinco había terminado mi tarea distante. No suelo estar en la calle a esa hora, y por eso estaba en una ciudad diferente. El tono lento de la luz en las fachadas habituales era de una dulzura inútil, y los transeúntes de siempre pasaban junto a mí en la ciudad de al lado.
   ¡Era todavía hora de que estuviese abierta la oficina! Me recogí en ella ante el asombro general de los empleados, de quienes ya me había despedido:
   —De vuelta, ¿eh?
   —Sí, de vuelta.
   Estaba allí libre de sentir, solo con los que me acompañaban sin que, espiritualmente, estuviesen allí para mí... Era en cierto modo el hogar, es decir, el lugar en el que no se siente.
(Libro del desasosiego. Barcelona: Seix Barral, 1987)