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lunes, 24 de octubre de 2011

37. Féminas de ficción II



La princesa y el guisante
   Hans Christian Andersen


   Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero tendría que ser una princesa de verdad. Así que viajó por todo el mundo para encontrar alguna. Pero siempre había algún problema: princesas había de sobra, pero que fueran princesas de verdad no estaba del todo claro; siempre había algo que no estaba del todo bien. Así que volvió a su casa preocupado, porque tenía muchas ganas de encontrar una auténtica princesa.
   Una noche, hacía un tiempo espantoso. Había relámpagos y truenos, y llovía a cántaros. ¡Era horrible! Llamaron a la puerta, y el viejo rey fue a abrir.
   Allí fuera había una princesa. ¡Pero, Dios mío, qué aspecto tenía, con aquella lluvia y aquella tormenta! El agua le escurría por el pelo y la ropa, le caía desde la nariz a las punteras de los zapatos y salía por los talones. Y dijo que era una princesa de verdad.
   “Bueno, ahora veremos”, pensó la anciana reina, pero no dijo nada.
Entró en el dormitorio, quitó toda la ropa de la cama y puso un guisante sobre el somier de tablas; luego cogió veinte colchones, los puso encima del guisante, y luego veinte edredones de plumas encima de los colchones.
   Allí dormiría aquella noche la princesa.
   Por la mañana le preguntaron qué tal había dormido.
   —¡Oh, terriblemente mal! —dijo la princesa—. Casi no he podido pegar ojo en toda la noche. Dios sabe lo que habría en esa cama. Debajo había algo duro y tengo todo el cuerpo lleno de moretones. ¡Es horrible!
   Así pudieron comprobar que era una princesa de verdad, pues había notado el guisante a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones. No podía haber nadie tan sensible, a no ser una auténtica princesa.
   El príncipe se casó con ella, porque ahora sabía que había encontrado una princesa de verdad, y el guisante acabó en el museo, y allí sigue para que lo vean, si no se lo ha llevado nadie.




Derecho a roce
   Gotzoki


   Para la vuelta a su forma humana el sapo requería un beso de amor, mas su relación con la princesa siempre fue meramente sexual.




La princesa desencantada 
   Henry Ficher


   Mi amor por la princesa germinó una clara tarde de abril, cuando su risa melodiosa quedó enmarcada para siempre en el aura dorado de sus cabellos.
   Durante meses la cortejé. Le dejaba rosas fucsia —su color favorito — en los resquicios de los muros y en las aldabas de las puertas, para que ella las encontrara en su camino. Le escribía sonetos con ingeniosos conceptos y floridas metáforas. Le seguía los pasos a lo lejos, sabiendo que ella sabía que la seguía.
   Hoy, por fin, la princesa ha condescendido a hablarme. Me citó en el bosque de sauces, a la caída de la tarde.
   La vi llegar, arrobado por una extraña sensación de irrealidad. Finalmente la tuve frente a mí, su aliento mezclado al mío. La besé, profundamente, en sus labios rojos, y ahí nomás se convirtió en un horrendo sapo lleno de verrugas.




Espejito, espejito
   Sandra Bianchi


   Todos creen que es la más engreída porque se mira en cuanta superficie reflejante encuentra a su paso. Se mira en los espejos de su casa, en los de las petacas de rubor de las perfumerías, en los de los baños públicos, en los retrovisores de los autos.
   Nadie cree que no es delectación sino peregrinaje.
   Se mira en las siluetas que le devuelven las vidrieras de los comercios, en los ventanales de las casas, en las paredes transparentes de los supermodernos edificios.
   Nadie cree que no es obsesión sino una pregunta recurrente.
   Se mira en sus poses, registradas en las pantallas de las cámaras de seguridad, en las de los teléfonos celulares y en las de las webcam.
   Nadie creería que ya no quiere verse más. Se ha mirado en los papeles aluminizados de los regalos que da y recibe, en las cacerolas de acero, la retrataron sus voluminosos faros de plata, atravesó el jarrón con el agua de las flores. Sólo le queda la cara de la luna.
   Pero cuando llegue hasta allí, su rostro no será el mismo y seguirá sin encontrar lo que no se le ha perdido.
(Tomado de La pluma y el bisturí. Buenos Aires: Sociedad de escritoras y escritores de la Argentina, 2008)




Favores
   Luis Felipe Hernández 


   Blanca Nieves no podía creer lo que el cazador le confesaba. 
   —¿Desobedeceréis a la reina y no me mataréis?
   —Así es: le llevaré un corazón de ciervo en lugar del vuestro y quizá la reina no descubra el engaño. 
   —Estoy en deuda con vos. Sentid mi corazón agradecido —respondió ella, llevando la mano del hombre a su palpitante y níveo seno.
(Tomado de Circo de tres pistas y otros mundos mínimos. México: Ficticia, 2002)




Princesas: no existen… pero que las hay
   Pablo San Cristán


   El rey publicó un edicto: la Princesa se casaría con quien le llevase el más valioso regalo. Desde todos los puntos cardinales llegaron Príncipes que hacían gala de su riqueza, llevándole costosos presentes. Pero ella los despachaba con desdén. De pronto, llegó un humilde joven con una piedra.
   —¿Una piedra? —preguntó ella, con la expectativa de escuchar la trama que llevaría, como es usual en el género, de una afrenta a una moraleja.
   —Es mi corazón, Princesa. Lo más valioso que tengo. Si lo llenas de amor, se tornará tierno.
   —Y, entonces, se supone que yo interprete erróneamente tu regalo, y luego me enmiende, para que al final haya cuento… ¿no?
   —Algo así —dijo desconcertado el joven, pues era evidente que no habían estudiado en el mismo colegio.
   —Eso se demoraría mucho y éste es un relato breve —aclaró ella—. Pero, aun en caso de que funcionara, ¿no te das cuenta de que ya la magia no interviene en el ascenso social? ¡Ten, ponte tu piedra, antes de que tengas una complicación cardiaca en medio de Palacio!
   El joven se fue sin entender por qué le habían empacado un plato de perdices para llevar y, de paso, dejó a los lectores sin saber cómo terminaba la historia de la Princesa.